ANÓNIMO

Title:YURAY-AMANJAC (AZUCENA BLANCA)
Subject:SPANISH FICTION Scarica il testo


Yuray-Amanjac
(azucena blanca)
(Leyenda del Perú)


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Sojta-Orco (Seis Montañas) se llamaba así porque había nacido entre seis montañas. En ocasión de una batalla, su madre, que, contra la costumbre india, acompañaba a su marido en el fragor terrible de la lucha, impresionada por el espectáculo doloroso de la derrota de los suyos, dio allí mismo a luz a Sojta-Orco, que parecía nacer destinado a la guerra y a la venganza.
Sojta-Orco era un bravo veterano de mil combates. Sobre su cuerpo ostentaba cicatrices gloriosas. Su ancianidad descansaba en la alegría y el consuelo de su hija, la doncella Yuray-Amancaj (Azucena Blanca).
Yuray-Amancaj y el joven Cañarinti se amaron. Bajo el sol de Cuzco, que ya no alumbraba la gloria del Imperio de los Incas, los dos enamorados vivieron una época feliz. Sojta-Orco les bendecía. Y por las noches, el viejo guerrero se empeñaba en hacer escuchar la brillante historia de sus hazañas y el recuerdo de las esclarecidas glorias del Imperio Inca a los dos jóvenes, que, como es natural, no le hacían ningún caso. Sojta-Orco concluía por callar, con una comprensiva sonrisa.
Un día Cuzco se conmovió al grito de rebelión contra los «viracochas». Manco-Inca, el noble príncipe, lanzó la consigna de libertad y venganza. «Liberemos Cuzco y demos muerte al invasor.»
En la capital de Cuzco, los «viracochas» imperaban. Doscientos españoles, dirigidos por los tres hermanos Pizarro, habían iniciado con victorioso empuje la incorporación del Imperio Inca a los dominios españoles. Hacia la gran ciudad se aproximó, sombrío, un ejército de quince mil indios, que acamparon en torno a los sagrados muros. Sus corazones estaban ansiosos de muerte y destrucción. Arrojaron, implacables, sobre los techos amados de la ciudad grandes montones de paja encendida, y grandes columnas de humo se elevaron hacia el cielo.
Los españoles, en tanto, agruparon sus menguadas fuerzas en la Plaza Grande, constituyendo un aguerrido escuadrón. Nadie temblaba en las filas de los castellanos. La noche, turbada por el estruendo del combate, cubrió, piadosa, la derrota de los indios. Cuanto más obstinadamente se apretaba el cordón humano en torno a la ciudad, tanto más redoblado era el ardor combativo de los españoles. Al fin, decidieron sitiar la capital por el hambre. Pasaron los meses en desesperante sucesión. Las jornadas interminables del asedio se animaban con los cruentos ataques que los sitiadores realizaban en los plenilunios.
Un día Sojta-Orco decidió reintegrarse a las filas del combate y del honor. Marchó hacia la ciudad y avanzó solo y tranquilo; en sus manos llevaba el hacha victoriosa. Alzó su voz y desafió a los españoles: «¡Que salga el más valiente!». Silencioso desdén le contestó. Un hombre alto y fuerte se aproximó a Sojta-Orco con aire de reto. Frente a frente se miraron, y al momento se reconocieron: era Cañarinti, que había traicionado a los suyos.
Furioso, Sojta-Orco se lanzó contra él, blandiendo su hacha. Se trabó un combate sangriento. Los contendientes se herían sin piedad. Un tajo profundo abatió por tierra a uno de ellos; inclinóse el otro y le cortó la cabeza. La cogió por los cabellos y la enseñó a los aterrados espectadores. Era la cabeza de Sojta-Orco. Saludaron, victoriosos, los españoles, mientras los indios callaban, sombríos. La noche avanzó rápidamente.
Al saber Yuray-Amancaj que Cañarinti, traidor y asesino, era el matador de su querido padre, se dejó consumir por el dolor, y en breve tiempo murió. Y, Cañarinti, atormentado por el remordimiento y el dolor, buscó, incansable, la tumba de su amada, y no la encontró. Al fin, un día, un pastor le enseñó una azucena blanca: «Aquí yace tu prometida.» Se inclinó Cañarinti y tocó los blancos pétalos, que, a su contacto, enrojecieron, tintos en sangre. Sobre la tumba de la doncella cayó, convulso, el desgraciado Cañarinti.

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