Grimm Hermanos

Title:LA MESA, EL ASNO Y EL BASTÓN MARAVILLOSOS
Subject:FICTION Scarica il testo


Heremanos Grimm

La mesa, el asno y el bastón maravillosos


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Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban los hijos, por turno. Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volverse, le preguntó:
- Cabra, ¿estás satisfecha? -a lo que respondió el animal:
«Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro.
¡Beee, beee!».
- Entonces vámonos a casita -dijo el muchacho, y, cogiéndola por la soga, la llevó al establo, donde la dejó bien amarrada.
- ¿Qué -preguntó el viejo sastre-, ha comido bien la cabra?
- ¡Ya lo creo! -respondió el chico-. Tan harta está, qué no le cabe ni una hoja más -.
Pero el padre, queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le preguntó:
- Cabrita, ¿estás ahíta?
A lo que replicó la cabra:
«¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita.
¡Beee, beee!».
- ¡Qué me dices! -exclamó el sastre, y, volviendo arriba precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media:
- ¡Embustero! Me dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre.
Y, encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa.
Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen lugarcito, en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la cabra se hinchó de comer, dejándolo todo pelado. Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó:
- Cabrita, ¿estás harta?
«Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro.
¡Beee, beee! ».
- ¡Vámonos, pues! -dijo el muchacho, y, llegados a casa, la ató al establo.
- ¿Qué -dijo el viejo sastre-, ha comido bien la cabra?
- ¡Ya lo creo! -respondió el chico-. Tan harta está, que no le cabe una hoja más.
Pero el sastre, no fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó:
- Cabrita, ¿estás ahíta?-. Y contestó la cabra:
«¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita.
¡Beee, beee!».
- ¡Truhán! ¡Desalmado! -exclamó el sastre-. ¡Mira que hacer pasar hambre a un animal tan manso!
Y, subiendo las escaleras de dos en dos, echó a palos al segundo hijo.
Tocóle luego el turno al tercero, el cual, queriendo hacer bien las cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó a la cabra pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó:
- Cabrita, ¿estás ahíta?
A lo que respondió la cabra:
«Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro.
¡Beee, beee!».
- ¡Pues andando, a casa! -Dijo el mocito, y, conduciéndola al establo, la ató sólidamente.
- ¿Qué -dijo el viejo sastre-, ha comido bien la cabra?
- ¡Ya lo creo! -respondió el muchacho-. Tan harta está que no le cabe una hoja.
Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar:
-Cabrita, ¿estás ahíta?
Y el bellaco animal respondió:
«¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita.
¡Beee, beee!».
- ¡Pandilla de embusteros! -gritó el sastre-. ¡Tan mala pieza y tan desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no volveréis a burlaros! -y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma que lleva el diablo.
Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente bajó al establo y, acariciándola, le dijo:
- Vamos, animalito mío, yo te llevaré a pacer -y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las cabras-. Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar -le dijo, y la dejó pacer hasta la puesta del sol. Entonces le preguntó:
- Cabrita, ¿estás ahíta?
Y ella respondió:
«Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro.
¡Beee, beee!».
- Pues vámonos a casa -dijo el sastre, y, llevándola al establo, la dejó bien sujeta. Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle:
- ¿Has quedado ahíta esta vez?
La cabra, empero, repitió, incorregible:
«¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita.
¡Beee, beee!».
Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo.
- ¡Aguarda un poco -vociferó-, ingrata criatura! Echarte es poco. ¡Voy a señalarte de modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre honrado!
Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y, después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela lisa como la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma que lleva el diablo.
El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza. Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero. El mayor había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían: «¡Mesita, cúbrete!», inmediatamente quedaba cubierta con un mantel blanco y limpio, y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y asados, y con un gran vaso, de vino tinto, que alegraba el corazón. El joven oficial pensó: «Con esto me basta para comer bien durante toda mi vida». Y emprendió su camino, muy animado y contento, sin inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y, colocándola delante de sí, decía:
«¡Mesita, cúbrete!», y en un momento tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer.
Al fin, pensó en volver a casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el posadero le sirviese de comer.
- No -respondió el ebanista-, no quiero privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os invita.
Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y dijo: «¡Mesita, cúbrete!», e inmediatamente quedó llena de manjares, tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos, y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio.
- ¡A servirse, amigos! -exclamó el ebanista, y los invitados, al ver que la cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente era sustituida por otra igual y repleta.
El posadero lo contemplaba todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros pensaba: «¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!»
El carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada la noche, hasta que, al fin se fueron a dormir, y el joven artesano se retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja muy parecida a la mágica, y así, bonitamente, fue callandito a buscarla y la trocó por la otra. A la mañana siguiente, el carpintero pagó el importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en que no era la auténtica, reemprendió su camino.


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