ANDERSEN HANS CHRISTIAN

Title:¡NO ERA BUENA PARA NADA!
Subject:FICTION Scarica il testo


Hans Christian Andersen

¡No era buena para nada!



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El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucía camisa de puños planchados y un alfiler en la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había hecho con su propia mano, y se había producido una pequeña herida; pero la había tapado con un trocito de papel de periódico.
- ¡Oye, chaval! - gritó.
El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona.
- Eres un buen muchacho - dijo el alcalde -, y muy bien educado. Tu madre debe de estar lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso que traes en el bolsillo, ¿no? Mal asunto, ese de tu madre. ¿Cuánto le llevas?
- Medio cuartillo - contestó el niño a media voz, en tono asustado.
- ¿Y esta mañana se bebió otro tanto? - prosiguió el hombre.
- No, fue ayer - corrigió el pequeño.
- Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tú procura no ser un borracho, aunque mucho me temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo! Anda, vete.
El niño siguió su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al llegar al extremo de la calle, y por un callejón bajó al río, donde su madre, de pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa corriente - pues habían abierto las esclusas del molino, - arrastrando las sábanas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas podía contenerla la mujer.
- ¡Por poco se me lleva a mí y todo! - dijo -. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme un poquitín. El agua está fría, y llevo ya seis horas aquí. ¿Me traes algo?
El muchacho sacó la botella, y su madre, aplicándosela a la boca, bebió un trago.
- ¡Ah, qué bien sienta! ¡Qué calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y sale más barato. ¡Bebe, pequeño! Estás pálido, debes de tener frío con estas ropas tan delgadas; estamos ya en otoño. ¡Uf, qué fría está el agua! ¡Con tal que no caiga yo enferma! Pero no será. Dame otro trago, y bebe tú también, pero un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mío.
Y subió a la pasarela sobre la que estaba el pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo, y le goteaba también de la falda.
- Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por las uñas; pero no importa, con tal que pueda criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mío.
En aquel momento se acercó otra mujer de más edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greña postiza le colgaba encima de un ojo, con objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer más visible que era tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del rizo».
- Pobre, ¡cómo te fatigas, metida en esta agua tan fría! Necesitas tomar algo para entrar en calor; ¡y aún te reprochan que bebas unas gotas! -. Y le contó el discurso que el alcalde había dirigido a su hijo. La coja lo había oído, indignada de que al niño se le hablase así de su madre, censurándola por los traguitos que tomaba, cuando él se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas enteras.
- Sirven vinos finos y fuertes - dijo -, y muchos beben más de lo que la sed les pide. Pero a eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condición, y tú no vales para nada.
- ¡Conque esto te dijo, hijo mío! - balbuceó la mujer con labios temblorosos -. ¡Que tienes una madre que no vale nada! Tal vez tenga razón, pero no debió decírselo a la criatura. ¡Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
- Serviste en ella, ¿verdad? cuando aún vivían sus padres; muchos años han pasado desde entonces. Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrá dado mucha sed - y la coja soltó una risa amarga -. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada. Hace una hora llegó una carta notificando que el más joven de los hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sé por el criado.
- ¡Ha muerto! - exclamó la lavandera, palideciendo.
- Sí - respondió la otra -. ¿Tan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servías en la casa.
- ¡Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como él - y las lágrimas le rodaban por las mejillas -. ¡Dios mío! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la botella, y es demasiado para mí. ¡Me siento tan mal! - y se agarró a un vallado para no caerse.
- ¡Santo Dios, estás enferma, mujer! - dijo la coja -. Pero tal vez se te pase. ¡No, de verdad estás enferma! Lo mejor será que te acompañe a casa.
- Pero, ¿y la ropa?
- Déjala de mi cuenta. Cógete a mi brazo. El pequeño se quedará a guardar la ropa; luego yo volveré a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas.
La lavandera apenas podía sostenerse.
- Estuve demasiado tiempo en el agua fría. Desde la madrugada no había tomado nada, ni seco ni mojado. Tengo fiebre. ¡Oh, Jesús mío, ayúdame a llegar a casa! ¡Mi pobre hijito! - exclamó, prorrumpiendo a llorar.
Al niño se le saltaron también las lágrimas, y se quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el callejón, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del alcalde, la enferma se desplomó en el suelo. Acudió gente.
La coja entró en la casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana.
- ¡Otra vez la lavandera! - dijo -. Habrá bebido más de la cuenta; no vale para nada. Lástima por el chiquillo. Yo le tengo simpatía al pequeño; pero la madre no vale nada.
Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mísera vivienda, donde la acostaron enseguida.
Su amiga corrió a prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azúcar; según ella, no había medicina como ésta. Luego se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa, bastante mal por cierto, - pero hay que aceptar la buena voluntad - y, sin escurrirla, la guardó en el cesto.
Al anochecer se hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldía le habían dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamón, con lo que cenaron opíparamente el niño y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y lo encontró muy nutritivo.
Acostóse el niño en la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules.
La lavandera se encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la había fortalecido, y el olor de la sabrosa cena le había hecho bien.
- ¡Gracias, buen alma! - dijo a la coja -. Te lo contaré todo cuando el pequeño duerma. Creo que está ya dormido. ¡Qué hermoso y dulce está con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su madre. ¡Quiera Dios Nuestro Señor que no haya de pasar nunca por estos trances! Cuando yo servía en casa del padre del alcalde, que era Consejero, regresó el más joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sí que puedo afirmarlo ante Dios - dijo la lavandera -. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido. Hasta la última gota de su sangre era honesta y buena. Jamás dio la tierra un hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada, pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se quieren de verdad. Él lo confesó a su madre; para él representaba a Dios en la Tierra, y la señora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la señora me llamó a su cuarto. Me habló con seriedad, y no obstante con dulzura, como sólo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educación. «Ahora él sólo ve lo bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. Tú no has sido ...