ANDERSEN HANS CHRISTIAN

Title:LA HISTORIA DEL AÑO
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Hans Christian Andersen

La historia del año



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Era muy entrado enero, y se había desatado una furiosa tempestad de nieve; los copos volaban arremolinándose por calles y callejones; los cristales de las ventanas aparecían revestidos de una espesa capa blanca; de los tejados caía la nieve en enormes montones, y la gente corría, caían unos en brazos de otros y, agarrándose un momento, lograban apenas mantener el equilibrio. Los coches y caballos estaban también cubiertos por el níveo manto; los criados, de espalda contra el borde del vehículo, conducían al revés, avanzando contra el viento; el peatón se mantenía constantemente bajo la protección de los carruajes, los cuales rodaban con gran lentitud por la gruesa capa de nieve. Y cuando, por fin, amainó la tormenta y fue posible abrir a paladas un estrecho paso junto a las casas, las personas seguían quedándose paradas al encontrarse; a nadie le apetecía dar el primer paso y meterse en la espesa nieve para dejar el camino libre al otro. Permanecían en silencio, sin moverse, hasta que, en tácita avenencia, cada uno cedía una pierna y la levantaba hasta la nieve apilada.
Al anochecer calmó el viento, el cielo, como recién barrido, parecía más alto y transparente, y las estrellas brillaban como acabadas de estrenar; algunas despedían un vivísímo centelleo. La helada había sido rigurosa: con seguridad, la capa superior de la nieve se endurecería lo suficiente para sostener por la madrugada el peso de los gorriones, los cuales iban saltando por los lugares donde había sido apartada la nieve, sin encontrar apenas comida y pasando frío de verdad.
- ¡Pip! -decía uno a otro-. ¡A esto le llaman el Año Nuevo! Es peor que el viejo. No valía la pena cambiar. Estoy disgustado, y tengo razón para estarlo.
- Sí, por ahí venía corriendo la gente, a recibir al Año Nuevo, -respondió otro gorrioncillo, medio muerto de frío-. Golpeaban con pucheros contra las puertas, como locos de alegría, porque se marchaba el Año Viejo. También yo me alegré, esperando que ahora tendríamos días cálidos, pero ¡quiá!; hiela más que antes. Los hombres se han equivocado en el cálculo del tiempo.
- ¡Cierto que sí! -intervino un tercero, viejo ya y de blanco, copete-. Tienen por ahí una cosa que llaman calendario, que ellos mismos se inventaron. Todo debe regirse por él, y, sin embargo, no lo hace. Cuando llega la Primavera es cuando empieza el año. Este es el curso de la Naturaleza, y a él me atengo.
- Y ¿cuándo vendrá la primavera? -preguntaron los otros.
- Empieza cuando vuelven las cigüeñas, pero no tienen día fijo. Aquí en la ciudad nadie se entera: en el campo lo saben mejor. ¿Por qué no vamos a esperarla allí? Se está más cerca de la Primavera.
- Acaso sea una buena idea -observó uno de los gorriones, que no había cesado de saltar y piar, sin decir nada en concreto-. Pero aquí en la ciudad he encontrado algunas comodidades, y me temo que las perderé si me marcho. En un patio cercano vive una familia humana que tuvo la feliz ocurrencia de colgar tres o cuatro macetas en la pared, con la abertura grande hacia dentro y la base hacia fuera, y en el fondo de cada maceta hay un agujero lo bastante grande para permitirme entrar y salir. Allí construimos el nido mi marido y yo, y todas nuestras crías han nacido en él. Claro que la familia hizo la instalación para tener el gusto de vernos; ¿para qué lo habrían hecho, si no? Asimismo, por puro placer, nos echan migas de pan, y así tenemos comida y no nos falta nada. Por eso pienso que mi marido y yo nos quedaremos, a pesar de las muchas cosas que nos disgustan.
- Pues nosotros nos marcharemos al campo, a aguardar la primavera -. Y emprendieron el vuelo.
En el campo hacía el tiempo propio de la estación; el termómetro marcaba incluso varios grados menos que en la ciudad. Un viento cortante soplaba por encima de los campos nevados. El campesino, en el trineo, se golpeaba los costados, para sacudiese el frío, con las manos metidas en las gruesas manijas, el látigo sobre las rodillas, mientras corrían los flacos jamelgos echando vapor por los ollares. La nieve crujía, y los gorriones se helaban saltando en las roderas.
- ¡Pip! ¿Cuándo vendrá la Primavera? ¡Mucho tarda!
- ¡Mucho! -resonó desde la colina, cubierta de nieve, que se alzaba del otro lado del campo. Podía ser el eco, y también podía ser la palabra de aquel hombre singular situado sobre el montón de nieve, expuesto al viento y a la intemperie. Era blanco como un campesino embutido en su blanca chaqueta frisona, y tenía canos, el largo cabello y la barba, y la cara lívida, con grandes ojos claros.
- ¿Quién es aquel viejo? -preguntaron los gorriones.
- Yo lo sé -dijo un viejo cuervo, que se había posado sobre un poste de la cerca, y era lo bastante condescendiente para reconocer que ante Dios todos somos unas pequeñas avecillas; por eso se dignaba alternar con los gorriones y no tenía inconveniente en darles explicaciones-. Yo sé quién es el viejo. Es el Invierno, el viejo del año pasado, que no está muerto, como dice el calendario, sino que ejerce de tutor de esa princesita que se aproxima: la Primavera. Sí, el Invierno lleva la batuta. ¡Uf, y cómo matraquea, pequeños!
- ¿No os lo dije? -exclamó el más pequeñín-. El calendario es sólo una invención humana, pero no se adapta a la Naturaleza. Nosotros lo habríamos hecho mejor, pues somos más sensibles.
Pasó una semana y pasaron casi dos; el bosque era negro, el lago helado yacía rígido y como plomo solidificado, flotaban nieblas húmedas y gélidas. Los gordos cuervos negros volaban en bandadas silenciosas; todo parecía dormir. Un rayo de sol resbaló sobre el lago, brillando como estaño fundido. La capa de nieve que cubría el campo y la colina no relucía ya como antes, pero aquella blanca figura que era el Invierno en persona continuaba en su puesto, fija la mirada en dirección del Mediodía; ni siquiera reparaba en que la alfombra de nieve se iba hundiendo en la tierra y que a trechos brotaba una manchita de hierba verde, a la que acudían en tropel los gorriones.
- ¡Quivit, quivit! ¿Viene ya la Primavera?
- ¡La Primavera! -resonó por toda la campiña y a través del sombrío bosque, donde el musgo fresco brillaba en los troncos de los árboles. Y del Sur llegaron volando las dos primeras cigüeñas, llevando cada una a la espalda una criatura deliciosa, un niño y una niña, que saludaron a la tierra con un beso, y dondequiera que ponían los pies, crecían blancas flores bajo la nieve. Cogidos de la mano fueron al encuentro del viejo de hielo, el Invierno, se apretaron contra su pecho para saludarlo nuevamente y, en el mismo instante, los tres y todo el paisaje se esfumaron; una niebla densa y húmeda lo ocultó todo. Al cabo de un rato empezó a soplar el viento, y sus fuertes ráfagas disiparon la bruma y lució el sol, cálido ya. El Invierno había desaparecido, y los encantadores hijos de la Primavera ocuparon el trono del año.
- ¡A esto llamo yo Año Nuevo! -exclamaron los gorriones. Ahora nos llega el turno de resarcirnos de las penalidades que hemos sufrido en Invierno.
Dondequiera que iban los dos niños, brotaban verdes yemas en matas y árboles, crecía la hierba y verdeaban lozanos los sembrados. La niña esparcía flores a su alrededor; llevaba lleno el delantal y habríase dicho que brotaban de él, pues nunca se vaciaba, por muchas que echara; en su afán arrojó una verdadera lluvia de flores sobre los manzanos y melocotoneros, los cuales desplegaron una magnificencia incomparable, aún antes de que asomaran sus verdes hojas.
Y la niña dio una palmada, y el niño otra, y a esta señal asomaron mil pajarillos, sin que nadie supiera de dónde, trinando y cantando:
- ¡Ha llegado la Primavera!
Era un espectáculo delicioso. Algunas viejecitas salieron a la puerta, para gozar del sol, sacudiéndose y mirando las flores amarillas que brotaban por todo el campo, exactamente como en sus días de juventud. El mundo volvía a ser joven. - ¡Qué bien se está hoy aquí fuera! -decían.
El bosque era aún de un verde oscuro, yema contra yema; pero había llegado ya la aspérula, fresca y olorosa, y florecían multitud de violetas, brotaban anemones y primaveras; circulaba la savia por los tallos; era una alfombra realmente maravillosa para sentarse en ella, y allí tomó asiento la parejita primaveral, cogida de la mano, cantando, sonriendo y creciendo sin cesar.
Cayó del cielo una lluvia tenue, pero ellos no se dieron cuenta: sus gotas y sus lágrimas de gozo se mezclaron y fundieron en una gota única. El novio y la novia se besaron, y en un abrir y cerrar de ojos reverdeció todo el bosque. Al salir el sol, toda la selva brillaba de verdor.
Siempre cogidos de la mano, los novios siguieron paseando bajo el ...