ANÓNIMO

Title:LA MANDIOCA
Subject:SPANISH FICTION Scarica il testo


LEYENDA GUARANÍ

La Mandioca


LA MANDI-Ó

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VOCABULARIO
Ñasaindí: Luz de la luna.
Tipoy: Túnica de mujer,
sin cuello y sin mangas.
Piquillín: Piquilín.
Caraguatá: Pita o agave.
Chumbé: Cinturón que
usan las mujeres para
ceñirse la cintura.
Tacuarembó: Mimbre.
Pindó: Palmera.
Isipó: Llana.
Maracaná: Guacamayo.
Ñandubay: Árbol que da una
madera rojiza muy dura e
incorruptible.
Cuñataí: Doncella.
Ruvichá: Cacique.
Sagua-á: Arisco.
Neí: Sí.
Aní: No.
Nuné: Puede ser.
Jhoriva, yerutí: Feliz,
torcacita.
Roga: Casa, cabaña.
Cuimba-é: Muchachos.
Cambá: Personas negras.
Catupirí: Diestro, hábil.
Marangatú: Bueno, virtuoso.
Cava-Pitá: Avispa colorada.
Zuiñandí: Ceibo.
Irupé: Victoria regia.
Guasú: Venado.
Añá: Diablo, demonio.
Chirirí: Boyero.
Mandió: Mandioca.
Tupá: Dios bueno.
¡Ma-era!: ¡Hola!

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Ñasaindí debía tener quince años. Esbelta, graciosa y muy bonita, sus ojos negros y grandes miraban siempre con temor. Tenía los cabellos lacios adornados con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.
Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: tan suave y liviana era.
Con el propósito de recoger tiernos cogollos de palmera, venía desde muy lejos, trayendo una cesta fabricada con tacuarembó.
Muy dispuesta llegó al lugar donde crecían con profusión los pindós, confiada en que sola podría alcanzar los ansiados cogollos; pero al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible realizar la tarea.
Trató de llegar, subiendo por el tallo, pero se vio obligada a desistir.
Un poco decepcionada, miró desde abajo el penacho verde de las palmeras tratando de hallar un medio que le permitiera conseguir los cogollos buscados.
Ya desistía de su intento, cuando vio a un muchacho medio oculto por una cascada de isipós y de helechos. Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha. Sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.
Dirigió Ñasaindí su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: era un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay, estaba completamente ajeno a su próximo fin.
Sintió la niña una pena grande por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, y sin darse cuenta dio un grito que desvió la atención del cazador hacia el lugar de donde él había partido. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.
Salió el cazador de su escondite y ante la presencia de la niña quedó atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, haciéndole olvidar la pieza de caza que perdiera por su culpa.
-¡Ma-era! -sólo atinó a decirle.
Bajó la vista la muchacha, temerosa de merecer el reproche del cazador, cuando oyó que continuaba con su suave acento:
-¿Quién eres, cuñataí?
-Ñasaindí... -respondió apenas la niña.
-¿De dónde vienes?
-De la tribu del ruvichá Sagua-á...
-¿A qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
Miró la niña los penachos de las palmeras que la brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho, adivinando la intención de la mirada, preguntó:
-¿Querías alcanzar cogollos de palmera?
-Neí... -respondió a media voz la niña.
-Y... no alcanzas... -agregó intencionado el joven con expresión risueña.
-Aní... ¿Tú me ayudarás? -preguntó esperanzada, levantando hacia él los ojos.
-Nuné... -respondióle el muchacho divertido.
Al tiempo que así decía, dejando en el suelo el arco y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas ágiles acostumbradas a esos ejercicios, pronto llegó al lugar donde lños cogollos tiernos se ofrecían generosos y frescos. Desde arriba se los ajorraba a Ñasaindí que, plena de dicha, no dejaba de reír. En pocos minutos la cesta estuvo llena.
El rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.
Cuando el muchacho estuvo nuevamente a su lado, los ojos de Ñasaindí brillaban de alegría y de agradecimiento.
-¿Jhoriva, yerutí? -preguntó satisfecho.
-Neí... Pero yo no me llamo Yerutí... Mi nombre es Ñasaindí...
-Ñasaindí te llamas, pero pareces una dulce yerutí, por eso te llamé por su nombre...
Agradeció la niña con una sonrisa e intentó emprender el camino de regreso, pues la noche no tardaría en llegar. El sol comenzaba a hundirse en el ocaso.
El muchacho detuvo su intención, preguntándole:
-¿Tienes tanto apuro por irte? ¿Dónde queda tu roga, cuñataí?
-Debo cruzar el río...
-¿Sola?
-Sola vine y sola debo volver. Hace tiempo, ya varias lunas, que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros cuimba-é y tardan en volver. Ella me envió... Yo no tengo padres...
Murieron en manos de los cambá, cuando yo era pequeña...
-¿Y cómo cruzaste el río?
-En una pequeña canoa que dejé amarrada en la orillla.
-Pero tú eres muy joven para atreverte a andar sola por estos lugares...
-Me mandaron y tuve que obedecer.
-¿No eres miedosa, Ñasaindí?
-¡Claro que lo soy! Muchas veces siento un miedo muy grande; pero debo cumplir lo que me ordenan. A nadie tengo que me pueda defender -agrgó la niña con su vocecita triste y los ojos brillantes de lágrimas.
-Desde este momento, y si tú quieres, seré yo quien te sirva de amparo y de guía. ¿Aceptas, yerutí? -le ofreció el muchacho firme y decidido.
-Ñasaindí lo miró. La alegría que le causó el ofrecimiento se transparentó en su dulce mirar y en su sonrisa agradecida, cuando respondió:
-¡Oh, ya lo creo! ¡Muchas gracias!
-¡Seremos amigos, Ñasaindí!
-Bueno... pero no me has dicho tu nombre, ni quién eres... ¿cómo podría encontrarte?
-¡Tienes razón! Soy Catupirí. Mi padre es el cacique Marangatú.
¿Sabes ahora a quién debes buscar? -terminó riendo.
-Neí, Catupirí.
Después Ñasaindí, con su cesta llena de cogollos de pindó, inició la marcha hacia la costa dispuesta a volver a su roga.
La detuvo aún Catupirí. Tenía muy buen corazón y la niña le inspiraba una gran ternura.
El bondadoso muchacho era el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado en mucha distancia alrededor de sus posesiones. Desde pequeño, Catupirí había sido preparado en las artes de la guerra por un diestro guerrero de la tribu; pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño y le pertenecía por entero. Su bondad era reflejo del tierno corazón de ella.
En ese momento, Catupirí recordó a su madre. Recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía y pensó llevar a Ñasaindí consigo, pues se había enamorado de ella y deseaba hacerla su esposa.
Se detuvo un instante pensando en su padre. Él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella.
Pensó un instante, y decidió: la llevaría; pero al principio, por lo menos, la ocultaría a los ojos de su padre. Se la confiaría a su madre.
Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por la joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa... Sin pensarlo más se lo propuso:-¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado. ¿Aceptas, yerutí?
Llenos de agradecidas lágrimas los ojos, Ñasaindí preguntó con palabras entrecortadas por la emoción:
-¡Oh, Catupirí! ¿Es verdad lo que me propones? ¿Tu madre me querrá?
-Sin duda... ¡Puedo asegurártelo! Hay tanta bondad en tu mirar dulce y tanta ternura en tu voz suave, que mi madre se sentirá atraída por ti y serás para ella la hija que no tiene. ¡Ven, vamos!Tomaron los dos jóvenes el camino que conducía a la toldería y riendo y conversando, llegaron al lugar donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.
Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerraba sus pétalos ocultando sus galas hasta que, al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, volviera a despertarla. La paz y la tranquilidad reinaban sobre la tierra.
Catupirí, ocultando a su compañera, fue hasta su toldo donde la dejó para ir a dar la noticia a su madre.
Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca. Era Cava-Pitá, la hechicera, que, oculta detrás de un corpulento zuiñandí, no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
Sonrió con malicia la mujer, y guiada por su espíritu mezquino, se propuso dar cuenta de lo ocurrido al ...