BOGAERTS JORGE

Title:EL PRÍNCIPE QUE TODO LO TENÍA (Y TODO LO PERDIÓ)
Subject:SPANISH MISCELLANEOUS WRITINGS Scarica il testo


JORGE BOGAERTS



EL PRÍNCIPE QUE TODO LO TENÍA (Y TODO LO PERDIÓ)


Alexis de Alexiria era el heredero de la corona de su reino.
Normalmente los príncipes están ahí, sólo porque son los hijos
mayores y varones de los reyes, sus padres. Pero Alexis no. Alexis
parecía hecho de encargo. Era la envidia de los reinos vecinos y el
hazmesuspirar de súbditos, princesas y allegados. Alexis era
perfecto.


Apuesto, elegante, culto, buen conocedor de los problemas de su
pueblo, dominaba varias lenguas extranjeras, etc., etc. ¡Una
auténtica maravilla!. Se educó pulidamente aprovechando con
largueza las enseñanzas que sabios hechos venir de todos los
confines, le fueron aplicando con esmero. Los reyes, sus padres, le
veían crecer fuerte, guapo y aplicado, y sonreían íntimamente
congratulándose de saber estar esculpiendo el heredero ideal que
manejase su reino en el futuro.

Por lo contado hasta ahora, todo parece indicar que el autor ha
empezado el cuento por el final, puesto que a un final (por
supuesto feliz) corresponde lo dicho. Pero, claro está, eso no es
así. Como también corresponde a un cuento que empiece de manera tan
luminosa, pronto negros nubarrones han de ceñirse sobre él.


En este caso los negros nubarrones tienen la forma curvilínea y
picuda del corazón. Puesto que cuestiones amorosas fueron las que
impidieron que esta historia tuviese un final rápido, almibarado e
insustancial.

El asunto fue que Alexis empezó a hacerse un hombrecito, e
inmediatamente toda la corte se hizo un puro cuchicheo y el reino
entero un montón de augures, apostando ver quién acertaba sobre la
que sería agraciada princesa y futura reina consorte. Todas las
cortes, vecinas y lejanas, prepararon a sus princesas pimpollas, y
se dispusieron a entrar en la lotería. Enviaron a Alexiria lo mejor
de sus cosechas familiares acompañadas de sus correspondientes
carabinas y abundantes regalos.


Fue entonces cuando empezó a producirse el cambio. El príncipe que,
además de todo lo dicho, era un joven alegre y con una eterna
sonrisa de dientes perfectos, empezó a hacerse taciturno y
melancólico. Siempre, hasta entonces, amable y dispuesto a
conversar con cualquiera, comenzó a apartarse de los demás, a
comunicarse con lacónicas respuestas y a pasarse horas enteras
meditando en la soledad recóndita de su jardín particular.

¿Qué le pasaba al príncipe?. ¿Qué ideas corrían por su hermosa, y a
punto de ser coronada, cabeza?. Lo siguiente:


Todo su ser se había turbado ante la idea oscura y fija, de que
todos aquellos halagos y parabienes, toda aquella pasión que
despertaba en princesas de todas las naciones del mundo, no eran
producto del amor. Sí, sí, como lo leen. A Alexis se le había
metido obsesivamente en la cabeza, que sólo le querían por su
principesca situación y por el atractivo del trono en el que pronto
descansarían sus nobles posaderas.

Y tanto y tanto se dejó taladrar por tal sentimiento, que un día,
solemnemente, se dirigió a sus padres, los reyes, en estos
términos.


- Deseo renunciar a mis reales derechos.

- ¿Cómo?.


- Que sí, que sí, que me voy.

Explicó sus motivos y de nada valieron las súplicas maternales, las
órdenes paternas, ni los cientos de miles de ponderadas razones y
meditados consejos que recibió en los días siguientes.


(Nada, nada!. (Dicho y hecho!. Abandonó: padre, madre, corte, reino
y títulos (que además del de príncipe tenía un montón). Hizo el
equipaje y se fue a vivir a una gran ciudad del extranjero, en un
país donde los mandatarios eran elegidos por sufragio y los nobles
no eran más que figurines que se exhibían en las fiestas de los más
adinerados y presumidos.

Naturalmente, y a petición de su real madre, se llevó con él el
número de una cuenta corriente atiborrada de dinero. Así se instaló
cómodamente en un enorme apartamento que ocupaba tres plantas de la
parte alta de un rascacielos desde el que se dominaba aquella
inmensa ciudad, donde Alexis esperaba encontrar tranquilamente el
amor que tanto ansiaba.


Pese a no ostentar sus honorables títulos, aún conservaba su
atractiva presencia, sus buenas formas, sus amplios conocimientos y
etc. etc. Por lo cual no fue raro, que a poco de pisar las calles
de la ciudad el amor se cruzase abundantemente en su vida, para su
regocijo y alegría.

Pero lógicamente tiene que haber un pero, nuevamente una idea fija
se adentró en las arrugas de su cerebro.


"Es por mi dinero", meditó una tarde mientras contemplaba desde su
torre un río que discurría pequeño y plateado mucho más abajo.
"Sólo me quieren por mi dinero". Y así estuvo repitiéndoselo una y
otra vez durante días, en medio de la mayor tristeza. Hasta que una
mañana, tomó la decisión: anuló su fluida cuenta bancaria, regaló
su apartamento, sus coches y sus trajes de lujo, rompió sus
tarjetas de crédito y se largó con lo puesto.

Se fue a vivir a un barrio alejadísimo del centro, lleno de casas
pequeñas y feas, de aceras sucias casi sin iluminar y paredes
rebosantes de frases escritas en lenguaje soez y reivindicativo.


Para ganarse la vida se puso a trabajar muy duro para poder pagar
el alquiler de un cuartucho húmedo y destartalado. Pero así
esperaba encontrar la felicidad y el verdadero amor que tanto
anhelaba.

Pronto su aventajada y atlética estatura, sus brillantes ojos
azules y la dorada cabellera que le caía en graciosos rizos, no
pasó desapercibido entre las obreras de la fábrica y las jovencitas
del barrio. Empezaron a lloverle ofertas para salir a cenar los
sábados por la noche e ir a las discotecas. Aquello parecía colmar
sus ansias y ya se empezaba a colocar el corazón entre las manos,
dispuesto a entregarlo, cuando nuevamente aterrizó sobre él una
nueva idea fija. "Sólo me quieren por mi aspecto", pensó. "Es sólo
porque soy guapo, pero eso no es verdadero amor". De nuevo atravesó
por su alma otra tormenta depresiva. Durante días permaneció en su
cuartucho sin salir y casi sin comer. Finalmente tomó una nueva
decisión. Abandonó su cuidado, dejó de lavarse, se vistió con
andrajos, permitió que se cariasen sus dientes, procuró que se
cayese su pelo y consiguió tener un aspecto sucio, maloliente y
desagradable. Abandonó la fábrica y se dedicó a mendigar, a vivir
bajo los puentes y a convivir con los más desamparados de la
fortuna. Una cátira de vagabundos, truhanes y borrachos entre la
que Alexis quería pasar desapercibido y al acecho de aquel amor
puro por el que suspiraba.


Pero con todo y con eso, nada parecía suficiente. Al cabo de un
tiempo de hacer tan degradada vida, notó que una mendiga de bonitos
ojos se fijaba en él con frecuencia. Pensó que tal vez, ahora sí,
hubiese logrado el propósito que con tanto fervor perseguía. Ya
nada había externo que le apartase del camino directo hacia el
amor.

Pero cuando a punto estaban de sellar su creciente sentimiento,
Alexis tuvo la curiosidad de preguntar:


- Y tú ¿por qué te enamoraste de mí?.

Entonces la mendiga le confesó que no se pudo resistir a los
encantos de su aterciopelada voz, a la firmeza de su pronunciación
y al ingenio de sus parlamentos que rebosaban de cultura y
conocimientos.


- (Oh no!.

"Así que era sólo por que soy ingenioso y hablo bien". "Eso no es
verdadero amor", concluyó. Y a partir de ese momento dejó
prácticamente de hablar. Sólo si tenía la incontenible necesidad de
hacerlo, se expresaba con las palabras más groseras, cuidando de
pronunciarlas con una voz fingidamente desagradable.


En un último y desesperado intento, aún dejó que otra mujer se le
acercase pese a tanto inconveniente. Como al preguntarle qué era lo
que le hacía sentirse atraída hacia él, ella dijo que le gustaba su
bonito nombre, decidió cambiarlo en un arrebato de ira. Se hizo
llamar Rastrojudo, cortando así la última amarra que le unía a todo
cuanto fuese superficial y le alejase del amor que perseguía con
tanto ahínco.

Convertido en aquel guiñapo insoportable y hediondo vagaba por
calles y plazas, comiendo despojos y permaneciendo largas horas
sentado en cualquier acera.


Entonces, sólo entones, el amor llamó a su endurecido corazón. La
vio salir de un portal próximo a la esquina en la que mendigaba
últimamente. Era una mujer tan hermosa como un rayo de luna. Su
rostro perfecto y radiante pasó a su lado sin mirarle, mientras
dejaba caer en su mano con indiferencia, un par de monedas.

Quedó inmediatamente prendido de aquella belleza. Su alma resultaba
pequeña para contener todo el sentimiento que la inundaba. Durante
días la siguió con la tenacidad de una sombra y la fidelidad de un
perro. Pasaba las noches apostado ante la puerta de su casa para
verla salir cada mañana, y sólo en ese momento el sol salía para
él. El día entero se acurrucaba en un portal frente al lugar en que
ella trabajaba. Conocía cada uno de sus pasos y de sus lugares
habituales.


Ella, por supuesto, al principio, no reparó en el mendigo. Sólo
después de muchos meses llegó a hacérsele ...