CALVINO ITALO

Title:DE «EL CABALLERO INEXISTENTE»
Subject:ITALIAN FICTION Scarica il testo


Italo Calvino

De «El Caballero Inexistente»
II

La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como el cielo estrellado: los turnos de centinela, el oficial de guardia, las patrullas. Todo lo demás, la perpetua confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno del que lo imprevisto puede surgir como el encabritarse de un caballo, ahora calla, pues el sueño ha vencido a todos los guerreros y cuadrúpedos de la Cristiandad, éstos en fila y de pie, a veces restregando un casco contra el suelo o soltando un breve relincho o rebuzno, aquéllos, por fin liberados de yelmos y corazas y satisfechos de encontrarse de nuevo como personas humanas distintas e inconfundibles; helos ya a todos roncando.
En el otro lado, en el campo de los Infieles, todo igual: los mismos pasos arriba y abajo de los centinelas, el jefe del piquete que ve pasar el último grano de arena en el reloj y va a despertar a los hombres del relevo, el oficial que aprovecha la noche en vela para escribir a la esposa. Y las patrullas cristiana e infiel se adentran ambas media milla, llegan casi hasta el bosque pero luego dan media vuelta, una por aquí y otra por allí sin encontrarse nunca, regresan al campamento a referir que todo está tranquilo, y se van a la cama. Las estrellas y la luna corren silenciosas sobre los dos campos opuestos. En ningún sitio se duerme tan bien como en el ejército.
Sólo Agilulfo no conocía este alivio. Dentro de la armadura impoluta, enjaezada de punta en blanco, bajo su tienda, una de las más ordenadas y cómodas del campamento cristiano, intentaba quedarse boca arriba, y continuaba pensando; no los pensamientos ociosos y distraídos de quien está a punto de adormecerse, sino siempre razonamientos determinados y exactos. Al poco rato se alzaba sobre un codo; sentía la necesidad de dedicarse a cualquier ocupación manual, como sacar brillo a la espada, que ya estaba reluciente, o untar con grasa las juntas de la armadura. No se entretenía mucho: he aquí que ya se levantaba, he aquí que salía de la tienda, embrazando lanza y escudo, y su sombra blanquecina pasaba por el campamento. De las tiendas cónicas se alzaba el concierto de las pesadas respiraciones de los dormidos. Agilulfo no podía saber en qué consistía aquel cerrar los ojos, perder conciencia de sí, hundirse en un vacío de las propias horas, y después al despertar encontrarse igual que antes, reanudar los hilos de la propia vida; y su envidia por la facultad de dormir de las personas existentes era una envidia vaga, como de algo que ni siquiera puede concebirse. Lo sorprendía e inquietaba más la vista de los pies desnudos que sobresalían acá y allá del borde de las tiendas, con los pulgares hacia arriba; el campamento dormido era el reino de los cuerpos, una extensión de vieja carne de Adán, exultante con el vino bebido y el sudor de la jornada guerrera; mientras, en el umbral de los pabellones yacían descompuestas las vacías armaduras, que los escuderos y fámulos bruñirían por la mañana y pondrían a punto. Agilulfo pasaba, atento, nervioso, altivo; el cuerpo de la gente que tenía un cuerpo le causaba, sí, un malestar semejante a la envidia, pero también una punzada que era de orgullo, de superioridad desdeñosa. He aquí los colegas tan nombrados, los gloriosos paladines. ¿Qué eran? La armadura, testimonio de su grado y nombre, de las hazañas realizadas, del poderío y el valor, hela aquí reducida a un envoltorio, a una vacía chatarra; y las personas allí roncando, con la cara aplastada contra la almohada, un hilo de baba cayendo de los labios abiertos. A él no, no era posible descomponerlo en piezas, desmembrarlo; era y seguía siendo en cada momento del día y de la noche Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, armado caballero de Selimpia Citerior y Fez el día tal, habiendo realizado para gloria de las armas cristianas las acciones tal y tal y cual, y encargado en el ejército del emperador Carlomagno del mando de las tropas tales y cuales. Y poseedor de la más bella y cándida armadura de todo el campo, inseparable de él. Y oficial mejor que muchos que se jactan de muy ilustres; más aún, el mejor de todos los oficiales. Y, sin embargo, paseaba infeliz en la noche.
Oyó una voz:
-Seor oficial, pido disculpas, pero ¿cuándo va a llegar el relevo? ¡Ya llevo plantado aquí tres horas!-era un centinela que se apoyaba en la lanza como si tuviera retortijones.
Agilulfo ni siquiera se volvió, dijo:
-Te equivocas, no soy el oficial de guardia-y siguió adelante.
-Perdonadme, seor oficial. Viéndoos dar vueltas por aquí, me creía...
Al más pequeño fallo del servicio le entraba a Agilulfo la manía de comprobarlo todo, de encontrar otros errores y negligencias en el trabajo ajeno, un sufrimiento agudo por lo que está mal hecho, fuera de lugar... Pero al no entrar en sus deberes realizar una inspección de ese tipo a aquellas horas, también su actitud podría considerarse fuera de lugar, e incluso indisciplinada. Agilulfo intentaba contenerse, limitar su interés a cuestiones particulares a las que de todas formas tendría que atender al día siguiente, como el ordenar ciertas perchas donde se conservaban las lanzas, o los dispositivos para guardar el heno en seco... Pero su blanca sombra siempre se le metía en medio al jefe de la guardia, al oficial de servicio, a la patrulla que revolvía en la cantina buscando una damajuana de vino que sobró la noche anterior... A cada ocasión, Agilulfo tenía momento de incertidumbre, si debía comportarse como quien sabe imponer con su sola presencia el respeto a la autoridad o como quien, encontrándose donde no tiene motivos para encontrarse, retrocede, discreto, y finge no estar allí. Con esta incertidumbre se detenía, pensativo, y no conseguía adoptar ni una actitud ni otra; comprendía sólo que fastidiaba a todos, y le habría gustado hacer algo para entablar una relación cualquiera con el prójimo, por ejemplo, ponerse a gritar órdenes, improperios de cabo, a reír descompasadamente y decir palabrotas como entre camaradas de hostería. Y en cambio murmuraba unas palabras de saludo ininteligibles, con una timidez enmascarada de soberbia, o una soberbia corregida por la timidez, y seguía su camino; pero aún le parecía que ellos le habían dirigido la palabra, y se volvía apenas, diciendo: «¿Eh?», pero después se convencía inmediatamente de que no hablaban con él y se marchaba como escapado.
Avanzaba por las lindes del campamento, por lugares solitarios, por una altura desnuda. La tranquila noche estaba recorrida sólo por el suave vuelo de pequeñas sombras informes de alas silenciosas, que se movían alrededor sin una dirección ni siquiera momentánea: los murciélagos. Incluso su mísero cuerpo inseguro entre ratón y volátil era algo tangible y cierto, algo con lo que se podía chocar por el aire con la boca abierta tragando mosquitos, mientras que Agilulfo, con toda su coraza, era atravesado en cada fisura por las ráfagas del viento, el vuelo de los mosquitos y los rayos de la luna. Una rabia indefinida, crecida en su interior, estalló de golpe: sacó la espada de la vaina, la agarró con las dos manos, la lanzó al aire con todas sus fuerzas contra cada murciélago que descendía. Nada; proseguían su vuelo sin principio ni fin, apenas agitados por el desplazamiento del aire. Agilulfo daba mandoble tras mandoble; ya ni siquiera trataba de herir a los murciélagos; y sus mandobles seguían trayectorias más regulares, se ordenaban según los modelos de esgrima con el espadón; y he aquí que Agilulfo había empezado a hacer ejercicios como si se estuviera adiestrando para el próximo combate y exhibía la teoría de los molinetes, de los quites, de las fintas.
Se detuvo de pronto. Un joven había asomado tras un seto, allí en la altura, y lo miraba. Estaba armado sólo con una espada y llevaba el pecho ceñido por una leve coraza.
-¡Oh, caballero! -exclamó-. ¡No quería interrumpiros! ¿Os ejercitáis para la batalla? Porque habrá batalla con las primeras luces del alba, ¿verdad? ¿Permitís que haga ejercicios con vos?-y, tras un silencio: he llegado al campamento ayer... Será la primera batalla, para mí... Es todo tan distinto de lo que me esperaba...
Agilulfo estaba ahora al sesgo, la espada sujeta contra el pecho, cruzado de brazos, todo tapado tras el escudo.
-Las disposiciones para un posible encuentro armado, decididas por el mando, son comunicadas a los señores oficiales y a la tropa una hora antes del comienzo de las operaciones
El joven quedó algo confuso, como frenado en su impulso, pero, venciendo un ligero balbuceo, continuó, con el calor de antes:
-Es que yo, bueno, he llegado ahora... para vengar a mi padre... Y quisiera que me dijerais los veteranos, por favor, cómo debo hacer para encontrarme en batalla frente a ese perro pagano del argalif Isoarre, sí, él mismo, y quebrarle la lanza ...