Collodi Carlo

Title:La gata blanca
Subject:FICTION Scarica il testo


Carlo Collodi
La gata blanca

Traducción: Laura Maceda Gil
(agosto 2003)

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Érase una vez un rey que tenía tres hijos. Tres jóvenes tan fuertes y valerosos que el Rey temía que quisieran subir al trono antes de su muerte. Además corría el rumor que sus hijos pretendían por todos los medios convertirse en guerreros para apoderarse del reino. El Rey se estaba haciendo viejo, pero siendo aún joven de espíritu y sano de mente, no tenía la intención de ceder su puesto, ocupado con tanta dignidad. Entonces pensó que la mejor manera para vivir tranquilo fuese tenerlos contentos llenándoles de promesas que sabría desilusionar y mandar por los aires.

Los llamó a su gabinete y tras haber hablado con ellos de varias cosas, les habló de esta manera: “Mis queridos hijos, estaréis de acuerdo conmigo que mi avanzada edad no me permite atender los asuntos de Estado con la misma eficacia de antes. Temo que mis súbditos puedan sufrir las consecuencias, y por eso he decidido ceder mi corona a uno de los tres. Por otro lado, es justo que en recompensa por tan valioso regalo debéis complacerme en la decisión de retirarme al campo. Creo que un perrito listo, fiel y gracioso me podría hacer buena compañía, y así sin elegir a uno o a otro, declaro que aquel de los tres que me traiga el perrito más bonito será mi heredero".

Los príncipes se quedaron sorprendidos por el capricho de su padre, pero los dos pequeños encontraron provecho y aceptaron complacidos la tarea de buscar un perrito. En cuanto al mayor, era demasiado tímido y respetuoso para hacer valer sus derechos como primogénito. El rey les proporcionó oro y piedras preciosas añadiendo que tras un año, ni más ni menos, en el mismo día y a la misma hora debían regresar y llevarle cada uno su perrito.

Antes de partir, los tres hermanos se reunieron en un castillo apenas unas millas distantes de la ciudad. Llevaron a sus amigos e hicieron una gran fiesta, jurándose los tres hermanos amistad eterna y acordando que cada uno iría por su cuenta, sin celos ni rencores y que de todas maneras, el afortunado dividiría una parte de su fortuna con los otros dos.

Y así se encaminaron tras haber fijado que al retorno se encontrarían antes en el mismo castillo para después ir juntos ante el rey. No quisieron escuderos que los ayudasen y cambiaron sus nombres para pasar desapercibidos. Cada uno tomó un camino diferente. Los dos mayores vivieron muchas aventuras pero yo os contaré sólo las del menor.

Era simpático y agradable, muy listo, distinguido y de elegantes maneras, bonitos dientes y una gran astucia. Cumplía con todos los requisitos para ser un caballero. Cantaba bien. Tocaba el laúd y la guitarra de maravilla. Pintaba sobre lienzo... resumiendo era un caballero completísimo y de un valor que rozaba la imprudencia. No pasaba un día sin comprar perros grandes, pequeños, labradores, bull-dogs, de caza, españoles, caniches... tenía uno bonito y encontraba otro más bonito. Dejaba el primero para quedarse con el segundo porque para él sería imposible solo como estaba de cargarse con treinta o cuarenta mil perros, pues no le interesaba llevar como acompañante ningún caballero, escudero o paje.

Caminaba y caminaba, sin saber hacia donde se dirigía, hasta que se vio sorprendido en medio de la noche por un gran temporal en la profundidad de un bosque donde ni siquiera podía distinguir el camino que recorría.

Tomó la primera senda que se le presentaba y después de caminar por un rato, distinguió un poco de luz; y de esta se imaginó que no muy lejos debía haber una casa donde podría pasar la noche a cubierto. Guiado por la luz que veía, llegó a la puerta de un castillo, el más grandioso que se pueda imaginar. La puerta era de oro macizo, cubierta de tizones cuyo resplandor limpio y deslumbrante iluminaba los alrededores. Era la misma luz que lo había guiado desde lejos. Las murallas eran de porcelana transparente sobre la cual se representaban las historias de todas las hadas desde la creación del mundo en adelante a colores. No se habían olvidado de las famosas aventuras de Piel de Asno, La Bella Durmiente, Blanca Nieves y los Siete Enanitos, Cenicienta y muchos más. Le gustó muchísimo reconocer al Príncipe Duende por que era su tío de Bretaña.

La lluvia y la fría estación le quitaron las ganas de entretenerse por más tiempo en un lugar donde la lluvia le calaba hasta los huesos sin contar, que ya no llegaba a esa distancia el reflejo de los tizones y no veía más allá de sus narices. Volvió a la puerta de oro. Vio una pata de cabritillo cosido al final de una cadenita hecha de diamantes. No pudo evitar quedarse con la boca abierta no por la grandeza del cordón de la campanilla sino por la gran confianza de los que vivían en aquel palacio."Porque -se decía- ¿qué impediría a los ladrones descolgar la cadena y llevarse los tizones? Sería la mejor manera para volverse ricos de golpe".

Tiró de la pata de cabritillo. Sonó una campanilla que por su sonido parecía ser de oro y plata. En un instante la puerta se abrió, dejándolo ver nada más que una docena de manos flotando en el aire cada una sosteniendo una antorcha encendida. Con aquella visión se quedó tan impresionado que no sabía si decidirse a entrar. De repente sintió otras manos que le empujaban con una gran insistencia. Lo hicieron entrar en contra de su voluntad y como precaución posó su mano sobre la empuñadura de su espada. En ese momento sintió dos voces angelicales que, atravesando un vestíbulo todo incrustado de roca y lapislázuli, cantaban de esta manera:

"De las manos que veis
no tengáis desconfianza
que bajo este techo
nada hay que temer
tan solo que vuestro corazón
no caiga rendido de amor
de la cautivadora gracia de una dulce carita".

No podía pensar que lo invitasen con tan buenos modos para después hacerle una mala pasada y sintiéndose transportado hacia una gran puerta de coral que se abría ante él, entró en una inmensa sala completamente cubierta de nácar. Pasó en una y en otra sala decorada de mil maneras diferentes; de pinturas valiosísimas, de preciosos mármoles, hasta dejarlo sin palabras.

Millones y millones de luces del techo iluminaban todo el suelo. Todas las habitaciones estaban llenas de lámparas con reflejos de mil colores y candelabros cuajados de velas. Era tan maravilloso que parecía un sueño. Una vez atravesadas unas setenta habitaciones, las manos que lo guiaban lo detuvieron y pudo ver como un enorme y cómodo sillón se colocaba junto a la chimenea encendida como por arte de magia. Las manos le parecían preciosas; blancas, pequeñas, regordetas pero bien proporcionadas. Comenzaron a desnudarlo porque, como os había dicho, estaba empapado y no era el caso pillar un resfriado. Ante él se presentó una elegantísima camisa que parecía una camisa de boda junto a un batín de tela ribeteada con hilos de oro y bordada con diminutas esmeraldas formando números y arabescos. Las manos sin cuerpo, le acercaron al cuarto de baño que era una maravilla. Lo peinaron con tanta gracia y maestría que quedó encantado. Después lo vistieron, no con sus ropas mojadas, sino con un bonito traje. Sorprendido y casi sin respiración por todo aquello que sucedía ante sus ojos, sentía algún que otro escalofrío de terror que no podía contener. Una vez peinado y vestido de gala que daba gusto verlo, las manos de siempre lo condujeron a una magnífica sala por sus muebles y adornos dorados. En sus paredes se veían representadas las historias de los gatos más famosos: Bola de Grasa colgado por los pies en el Consejo de las Ratas; El gato con Botas, marqués de Carabás; El gato Escribano; El gato transformado en mujer; los ratones convertidos en gatos; El Sabbath y todas sus brujerías... en fin no había cosa más original que esos cuadros.

La mesa estaba puesta con dos cubiertos y dos servilletas, cada una con su lacito de oro. La alacena dejaba con la boca abierta por la cantidad de vasos de cristal de bohemia y piedras preciosas. El príncipe se estaba preguntando para quienes eran esos cubiertos cuando vio que algunos gatos tomaban asiento en una pequeña orquesta hecha a medida para ellos. Uno llevaba un libro lleno de notas y alcaparrones, otro tenía en sus manos un cuaderno enrollado para marcar el compás, los demás tenían unas pequeñas guitarras. Todos al unísono comenzaron a maullar con tonos diferentes y a rascar con las uñas las cuerdas de las guitarras. El príncipe hubiera creído que había ido a parar al infierno si no fuera por el palacio que era demasiado maravilloso como para desechar las sospechas. No pudiendo hacer nada por evitarlo, se tapaba los oídos y se echaba a reír al ver los gestos y muecas de aquellos musicuchos de ...