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BONILLA NAAR ALFONSO
Title:LUCERO
Subject:FICTION
Alfonso Bonilla Naar
LUCERO
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Cuento de navidad -1971
A mis hijos, realizadores de la hermosa aventura de hallar un lucero herido,
curarlo, jugar con él y devolverlo a su alto cielo.
Tomás Tracy tenía un tigre, en realidad era una pantera negra. Pero la cosa no
importaba, porque él creía que era un tigre.
William Saroyan
I
Un lucero herido en la sabana
Regresaba de un corto paseo con los niños. El automóvil bordeaba la Sabana.
Íbamos por una carretera empedrada. Unos eucaliptos en doble hilera parecían
frailes rezando a la hora del ángelus. Todo era paz y quietud. El sol moría
entre los árboles, cuando algo inesperado aconteció. Los niños, como si se
hubieran puesto de acuerdo, exclamaron a la vez:
- Mira, papá, allí detrás de aquellos árboles hay algo que se está incendiando.
¡Para! ¡Para! Bajémonos -dijo uno de ellos- señalando con el dedo el lugar del
incendio. Miré y no vi nada. El sol de los venados, pensé. Si hubiera una quema,
se vería el humo. Y me pregunté: ¿será que los niños tienen mejor vista que los
grandes y en su rica fantasía aumentan las cosas de tal modo que sólo ellos
pueden ver lo que para otros no existe? Yo no veo nada. Nada distinto de un sol
amarillo que agoniza en la arboleda.
Mientras así pensaba, había frenado el automóvil. Cuando iba a tratar de
convencerlos de que allí no había nada, de que eran visiones, ya los niños se
habían bajado y sentía sus pequeñas voces lejanas entre los árboles. Como si
alguien escondido tras los troncos les estuviera robando las palabras, éstas me
llegaban salteadas:
- Corraaan... Allí... Vengaaan...
Después, silencio.
El primero en regresar fue Alfredito. Con voz aflautada, que casi no se le oía
por la emoción, y la cara encendida, dijo:
- Papá, Alfonso se encontró una cosa que echa luz...
Aprobaba con la cabeza como para que no me quedaran dudas. Y agregó:
- Sí, papá, es una cosa que echa luz...
Como estaba acostumbrado a las invenciones de Alfredito, confieso que no le
presté atención. Él, sin embargo, esperaba con los ojos agrandados la llegada de
los hermanos. Clemencia emocionada, cojeando, con un zapato en la mano y la
falda llena de zarzas, se acercó y respiró hondo antes de pronunciar palabra:
- Papá, lo que se ha encontrado Alfonso es verdad y lo trae cargado. Allí viene
-dijo señalándolo-. Lo que trae es... es... ¡Un Lucero! -Y añadió:
- ¿Se imaginan? ¿Nosotros con un Lucero para jugar con él?
Mi sorpresa fue grande. Se estarían volviendo locos estos niños. Sigo sin ver
nada. Tal vez la ilusión sostenida durante varios días, de la llegada del Niño
Dios. La música a todo volumen. La bulliciosa pólvora que todas las noches
quemaron hasta muy tarde y el poco dormir, como a Don Quijote, les ha secado el
seso a estos muchachos. Quién sabe cuánto irá a durar esta fantasía. En fin, hoy
es veintitrés de diciembre y pueden hacer lo que se les antoje.
- No. No es. No puede ser nada -insistía en mis dudas-. Ni el sol de los
venados, ni una lámpara olvidada en una hacienda, ni los llamados fuegos fatuos,
esas lucecitas que brillan sobre la tierra por el fósforo de los huesos
enterrados. Nada de esto puede ser; sobre todo, porque Alfonso parece traerlo
cargado con cuidado, y no le veo la luz... Dios sabrá por qué los niños insisten
que es un Lucero.
Y seguía pensando:
Será mejor dejarlos que sigan con la idea para ver a dónde llega la fantasía
infantil. Eso sí, tan pronto estemos en la casa, les hago dar un baño caliente,
una taza de agua de manzanas y a la cama. ¡Y sanseacabó! Naturalmente, que si
insisten en lo del Lucero, en el plan de complacerlos en que estoy, soy capaz de
bañarlo, limpiarle los dientes y cobijarlo, para que no me vayan a decir:
- Usted sí que es, papá, Lucero se muere de frío y no hace nada por él.
No me quedaba la menor duda. Se habían contagiado todos. Alguno al ver el sol
debió de soltar la palabra Lucero y todos lo vieron al instante. Creen en él a
ojo cerrado y hasta juran que se le puede tocar. Que podrá jugar con los
amiguitos del barrio.
Alfonso, que no acostumbraba decir mentiras, ya estaba cerca. Alegre para acabar
de confundirme, dijo:
- ¡Imagínese, papá, fui yo quien lo encontró!...
Enseguida, Clemencia y Alfredito, en el colmo del entusiasmo, lo interrumpieron
gritando:
- ¡Que viva! ¡Que viva! Un Lucero.
Una vena azul brotó de la frente de Alfredito. Y como si la carga no pesara,
Alfonso agregó:
- Sí, papá, lo encontré privado, en el suelo. Parecía muerto. No se movía. Al
principio con tanta luz que echaba, me encandiló y no podía verlo bien. Después
se fue apagando... Creí que se estaba muriendo. Como ahora. Míralo, pobrecito,
muerto de frío; casi no respira. Y añadió, preocupado:
- Papá, yo creo que Lucero está herido. Tal vez se golpeó duro en la caída.
Menos mal que cayó en la montaña. Si es en la costa, se apachurra. Si no
apuramos, se nos muere en el camino. Tenemos que llamar al doctor -terminó casi
llorando.
Yo seguía sin ver lo que veía la imaginación afiebrada de mis hijos: lo que se
dice nada. Y me hubiera considerado un mal papá si les hubiera negado atención
en esos momentos de angustia. Alfonso, al ver que yo callaba, como regañado,
subió al asiento de atrás llevando con mucho cuidado al invisible Lucero.
- Apúrele, papá. Hay que llegar pronto.
- Cierren las ventanillas porque el frío le hace daño a Lucero -gritó Clemencia,
quien, al lado del hermano, no le quitaba la mirada.
En el asiento de adelante, sin dejar de mirar a Lucero, asustado, estaba
Alfredito. Carlos, de dos años, seguía indiferente como si nada pasara, jugando
con las luces del tablero. Y esto, en verdad, era lo único que me daba fuerzas
en mis dudas. Cuando Carlos "lo vea", me dije, no sé que me va a pasar.
Ya en marcha, Clemencia rompió el silencio:
- Dinos, papá: fuera de esas piedras grandes, los aerolitos, ¿qué más puede caer
del cielo?
- Fingí no haberla oído y estar preocupado como ellos. Y volvió a preguntar:
- ¿No es cierto que también pueden caer ángeles?
Silencio.
- ¿Hay ángeles ciegos o tan viejos que pueden tropezarse y caer?
Gran silencio.
- Papá, Alfredito, Clemencia, miren, miren: Lucero se está encendiendo otra vez
-dijo ahora, Alfonso.
- ¿Será que ya no tiene frío? -comentó Clemencia.
Luego, el silencio lo rompió Alfredito:
- ¿No será Dios lo que nos encontramos, papá?
- No, mijo -se apresuró a responder Clemencia-. Como Dios es Dios... El no se
deja caer de ninguna parte.
- ¿No les da pena con la mamá de Lucero? Tiene que estar como loca buscándolo
-exclamó Clemencia, visiblemente excitada. Y añadió:
- ¿No se podrá hablar con ella con tu radiotransmisor, papá?
Así como hablaste con el Japón.
- No, hija, es imposible. Eso sería como querer darle una pedrada con una honda
a la luna. ¡Imposible!
- ¿No será el Niño Dios al que nos hemos encontrado? -dijo Alfonso, que no
dejaba de mirar al Lucero.
- ¡Clarísimo que no! -explicó Clemencia con tonito de autoridad-. Porque Lucero
vino desnudo y el Niño llega siempre en pañales, en medio de la mula y el buey.
Además -agregó- el Niño, como su Papá, es muy cumplido; y si dijo que llegaba a
las doce de la noche, no va a venir solo, sin la Virgen y San José, a estas
horas, el día anterior.
- ¿No estás cansado, Alfonso? -preguntó Alfredito.
- ¡Qué va!, pesa más un canario. ¿No ven que no es de carne?
- Papá, ahora sí, mire: a Lucero le está saliendo un chorrito de luz de la
frente... y se está apagando otra vez... ¿Qué será?
-anotó Alfonso, muy preocupado.
Yo guardé silencio.
- Papá, ¿y también los luceros sangran? -preguntó Clemencia.
- Pues... Pues... -no pude responder nada. Se me había llenado la medida de la
paciencia. ¡Esa me faltaba! Que si también sangran los luceros... Ni el más
sabio de los astrónomos puede saberlo. Porque nadie ha visto un lucero sino a
millones de kilómetros de distancia. Pero reflexioné: para preguntas fantásticas
respuestas de lo mismo. Si la luz se muere en las sombras, ¿qué tal resultará un
trapo oscuro?...
Y como si no lo dudara, respondí a Clemencia:
- Sí, hija, los luceros tienen sangre blanca. Póngale en la herida un trapo
negro y verán cómo mejora.
- Préstanos tu suéter, papá -pidió alguno.
Era tal mi situación, que ya no distinguía las voces de mis hijos.
- Ya está la manga sobre la herida -comentó Alfonso.
Habíamos andado unos minutos, la ciudad a la vista, cuando Clemencia gritó con
alegría:
- Ay, Lucero está mejor. Se ha encendido de nuevo. -Y terminó satisfecha:
No hay como los trapos negros ¡para cuando sangran los luceros! Tú sí que eres
bueno con los luceros, papá.
Un frío me recorrió el cuerpo y no solté ...
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