ANÓNIMO

Title:EL «CASTILLO DE IRÁS Y NO VOLVERÁS»
Subject:SPANISH FICTION Scarica il testo


El «Castillo de Irás y No Volverás»



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Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en una choza miserable acompañado de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los trebejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar la red, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta.
De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima, extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
- ¿Qué dices, desventurado? - preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que oía.
- ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!
- ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿ y quieres que te tire al agua?
- Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego...
- ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?
- Pues si me comes - prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
- Menos mal que me pides algo que puedo hacer... Te prometo cumplir fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del can, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la selva de los árboles parlantes y el bosque de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el viento, formando un seráfico concierto, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.
- Párate o eres hombre muerto, - rugió el león. - Y si eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la liebre... ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande...? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva... La liebre me corresponde por derecho propio... ¿No lo crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba mortalmente herida... Me corresponde a mí, por haberla visto morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No la habrían herido, si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas... ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no hubiese mediado como amigable componedor.
- Amiga pulga - dijo - ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.
- Veo que eres realmente el rey de la creación - exclamó, con su más dulce rugido - pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:
- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó' una pluma y dijo:
- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
- Yo no tengo plumas ni pelos - dijo la pulga - pero puedo oírte dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
- ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
- Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y No Volverás»?
- Libre es el señor caballero de llegar a él - repuso el pastor, echando a correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix, el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! - decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! - repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo ...