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ANÓNIMO
Title:PUNCHKIN
Subject:SPANISH FICTION
Punchkin
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Hubo una vez un Rajá que tenía siete hermosas hijas. Todas eran buenas y honradas, pero la más joven, llamada Balna, era muchísimo más inteligente que las otras. La Raní, su madre, murió cuando las hermanas eran aún muy jóvenes, dejándolas sin nadie que pudiera cuidar de ellas.
Como el soberano temía ser envenenado por alguno de sus enemigos, las siete princesas encargáronse de prepararle la comida. Además, mientras estaba ausente, discutían con los ministros los asuntos de la nación.
Por entonces murió el Gran Visir, dejando mujer y una hija. Cada día, mientras las siete princesas preparaban la comida del Rajá, la viuda acudía a visitarlas, pidiéndoles unos carbones encendidos para su cocina. Balna, que no se fiaba de ella, no se cansaba de repetir a sus hermanas:
- No hagáis lo que pide esa mujer. Si quiere fuego que lo encienda en su casa. Estoy segura de que alguna vez nos arrepentiremos de haber sido tan complacientes.
Pero las demás princesas no se dejaron convencer.
- No seas así, Balna -contestaban.- ¿Por qué estás siempre peleándote con esa pobre mujer? ¿Qué importa que le demos unos carbones? Somos ricos y no nos puede causar ningún perjuicio.
Así, la viuda del Gran Visir, con la excusa de recoger en un plato de cobre unas ascuas, y aprovechando algún momento en que nadie la observaba, ponía un poco de barro en la comida del Rajá.
El soberano que quería mucho a sus hijos, se extrañó al ver barro en los manjares y como nadie más que ellas entraba en la cocina, supuso que sería un descuido de alguna de las princesas. Pero como la cosa se repitiera días y más días, al fin decidió descubrir el motivo, aunque sin decir nada a las jóvenes, pues no deseaba disgustarlas.
Oculto en la habitación próxima, observó a sus hijas por un agujero abierto en la pared. Pudo ver cómo las princesas lavaban cuidadosamente el arroz y preparaban los diversos ingredientes de la comida. Al poco rato advirtió la llegada de la viuda del Gran Visir que, como otras veces, pidió unas brasas para su cocina. Balna se encaró furiosa con ella y le dijo:
- ¿Por qué no encendéis fuego en vuestra casa, en vez de venir aquí a molestar? Una vez más os digo, hermanas, que no debéis darle ni una pavesa.
- Deja que esa pobre mujer coja el carbón que necesite replicó la hermana mayor.- No puede hacernos ningún daño.
- No estés tan segura. Si sigue viniendo cada día, no me extrañará que nos cause más de un disgusto.
En aquel momento el Rajá vio que la viuda del Gran Visir echaba un puñadito de barro dentro de la cazuela.
Irritado por lo que acababa de presenciar, ordenó a sus guardias que la detuvieran y la condujesen a su presencia. Pero, cuando la mujer llegó ante él, le dijo que había hecho aquello porque deseaba obtener una audiencia suya. Habló de manera tan persuasiva que el Rajá, no sólo le perdonó el haberle echado barro en la comida, sino que, prendado de ella, la hizo su esposa.
La nueva Raní odiaba profundamente a las siete princesas y decidió hacer lo posible por librarse de ellas, a fin de que su hija heredase todos los tesoros. Olvidando las bondades que las seis mayores habían tenido con ella, hizo cuanto pudo por mortificarlas. Para comer les daba sólo pan y agua, pero en tan poca cantidad que las pobres apenas podían sostenerse. Era tanta la tristeza e infelicidad de las muchachas, que se pasaban largas horas llorando ante la tumba de su madre, y diciendo:
- ¡Oh madre, madre! ¿No ves lo desgraciadas que somos y lo mal que nos trata nuestra madrastra?
Un día mientras sollozaban sobre la tumba, empezó a crecer un naranjo al lado de la losa. En pocos momentos sus ramas quedaron llenas de dorados frutos, con los cuales las princesas calmaron su apetito. Desde entonces, en vez de comer los malos guisos que les daba su madrastra iban a la tumba de su madre y se alimentaban con las excelentes naranjas.
Extrañada la Raní por lo insólito del caso, dijo un día a su hija:
- No comprendo cómo esas muchachas, que se niegan a comer lo que yo les doy, estén cada día más sanas. En vez de menguar, su belleza va en aumento, y son mucho más hermosas que tú misma. Vigílalas bien y dime si alguien les da algo.
Al día siguiente, la hija de la Raní, siguió a las siete princesas y las vio coger naranjas.
Balna, que se había dado cuenta de que eran seguidas, advirtió a sus hermanas:
- ¿Habéis notado que la hija de nuestra madrastra nos está espiando? Marchémonos de aquí, o escondamos las naranjas, pues de lo contrario, se lo dirá a su madre.
- No seas así, Balna -replicaron las otras.- Esa joven no será tan mala que haga una cosa así. Al contrario, lo que debemos hacer es ofrecerle algunas de estas frutas.
Diciendo esto, la mayor de las princesas, llamó a la hija de la Raní y le dio dos naranjas.
Apenas las hubo comido, corrió a explicar a su madre lo que ocurría.
Al enterarse la Raní de lo bien que se alimentaban las hijas de su marido, irritóse mucho y ordenó a sus criados que derribasen el naranjo y la tumba de la antigua reina. No contenta con esto, al día siguiente, fingió estar gravemente enferma y cuando vio que el Rajá se hallaba muy acongojado, le dijo que en sus manos estaba salvarle la vida.
- Sólo existe un remedio para mí, -murmuró- pero ya sé que vos no seréis capaz de proporcionármelo.
- Os juro que, lo que sea, os lo traeré -replicó el soberano.
- Pues bien, el único remedio para mi enfermedad consiste en que me echéis en la frente, en la barbilla, en el pecho, en los pies y en las palmas de las manos, una gota de sangre de cada uno de los cadáveres de las siete princesas, vuestras hijas.
Al oír estas palabras, el Rajá retrocedió horrorizado, mas como no podía faltar a su juramento, contuvo el dolor y fue a buscar a sus hijas, a quienes encontró llorando junto a la destrozada tumba de su madre.
Al verlas tan hermosas, dióse cuenta de que no podría matarlas, y con dulces palabras les pidió que le acompañasen a la selva virgen. Al llegar a un sitio muy alejado del palacio, hizo que encendieran una hoguera y preparasen un poco de arroz. A poco, como el calor era muy intenso, las siete princesas se quedaron dormidas; entonces el Rajá se alejó presuroso de ellas diciéndose:
- Es preferible que mis pobres hijas mueran aquí a que su madrastra las asesine.
En aquel momento se cruzó con un ciervo y le disparó una flecha matándole. Cogió un poco de sangre, y con ella, regresó junto a su esposa. Esta, creyendo que la sangre del ciervo era la de las princesas, sanó inmediatamente.
Al cabo de unas horas se despertaron las jóvenes. Al verse solas en la espesa selva, se asustaron mucho y empezaron a llamar a su padre. Pero éste se hallaba muy lejos y no hubiera podido oírlas aunque sus voces hubieran tenido la fuerza del trueno.
Dio la casualidad de que los siete hijos del Rajá del vecino país habían ido a cazar a aquella selva. Regresaban a su palacio cuando el más joven de ellos dijo a sus hermanos:
- Me parece que alguien pide socorro. ¿No oís voces? Dirijámonos hacia donde suenan y veamos lo que ocurre.
Los príncipes partieron hacia el lugar de donde salían las voces de las princesas y, al descubrirlas, su asombro no tuvo límites. Pero aún fue mayor cuando se enteraron de su historia. De mutuo acuerdo, decidieron que cada uno de ellos se casase con una de las siete hermanas. Y así el primero tomó por esposa a la mayor de las princesas, el segundo a la segunda, el tercero a la tercera, el cuarto a la cuarta, el quinto a la quinta, el sexto a la sexta, y el séptimo, que era el más bello de todos, casóse con la bellísima Balna.
El pueblo del padre de los siete príncipes se alegró mucho al ver a las hermosas princesas que los hijos de su señor habían tomado por esposas y los festejos duraron días y días.
Al cabo de un año, la hermosa Balna tuvo un hijo hermosísimo. Los príncipes y las seis princesas restantes quedaron tan prendados de él que en vez de dos padres parecía tener catorce. Ninguno de los otros matrimonios tuvo hijos y por ello todos decidieron que el niño sería el heredero de la corona.
Durante varios años una gran felicidad reinó en el palacio del rey, pero, un día, el marido de Balna salió a cazar y no regresó.
Los seis hermanos partieron en su busca y aunque transcurrió mucho tiempo, ninguno volvió a su hogar, sumando en hondísimo tristeza a las ...
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