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ANDERSEN HANS CHRISTIAN
Title:EL YESQUERO
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Subject:FICTION
Speaker:Leonelli Marcela
Hans Christian Andersen
El yesquero
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Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo.
Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.
- ¡Buenas tardes, soldado! - le dijo -. ¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees.
- ¡Gracias, vieja bruja! - respondió el soldado.
- ¿Ves aquel árbol tan corpulento? - prosiguió la vieja, señalando uno que crecía a poca distancia -. Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.
- ¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? - preguntó el soldado.
- ¡Sacar dinero! - exclamó la bruja -. Mira; cuando estés al pie del tronco te encontrarás en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran más de cien lámparas. Verás tres puertas; podrás abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarás en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de café; pero no te apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rápidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberás entrar en el otro aposento; en él hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa más el oro, puedes también obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en él tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te hará ningún daño, y podrás sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.
- ¡No está mal!- exclamó el soldado -. Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrás para ti.
- No - contestó la mujer -, ni un céntimo. Para mí sacarás un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la última vez.
- Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura - convino el soldado.
- Ahí tienes - respondió la bruja -, y toma también mi delantal azul.
Subióse el soldado a la copa del árbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lámparas.
Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirándolo fijamente.
- ¡Buen muchacho! - dijo el soldado, cogiendo al animal y depositándolo sobre el delantal de la bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas de molino.
- Mejor harías no mirándome así -le dijo-. Te va a doler la vista -. Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.
Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino.
- ¡Buenas noches! -dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo había visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: «Bueno, ya está visto», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapán de las pastelerías y todos los soldaditos de plomo, látigos y caballos de madera de balancín del mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra!
Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ¡No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó
- ¡Súbeme ya, vieja bruja!
- ¿Tienes el yesquero? - preguntó la mujer.
- ¡Caramba! - exclamó el soldado -, ¡pues lo había olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.
- ¿Para qué quieres el yesquero? - preguntó el soldado.
- ¡Eso no te importa! - replicó la bruja -. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.
- ¿Conque sí, eh? - exclamó el mozo -. ¡Me dices enseguida para qué quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!
- ¡No! -insistió la mujer.
Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colgóselo de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad.
Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero.
Al criado que recibió orden de limpiarle las botas ocurriósele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes.
Y ahí tenéis al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.
- ¿Dónde se puede ver? - preguntó el soldado.
- No hay medio de verla - le respondieron -. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía de que la princesa se casará con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello.
«Me gustaría verla», pensó el soldado; pero no había modo de obtener una autorización.
El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada día gastaba dinero y nunca ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se había acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir tantas escaleras!.
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