ESPAÑA GONZALO

Title:DÍA DE AYUNO EN ANÁHUAC
Subject:FICTION Scarica il testo


Gonzalo España

DÍA DE AYUNO EN ANÁHUAC



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Antes de que los dioses decidieran confundir y enfrentar a los hombres entre sí por sus afanes terrenos, se vivía en Anáhuac, en el viejo y glorioso Anáhuac, una etapa plausible e idílica que todos aplaudían y anhelaban difundir, la de las guerras floridas, esas caballerescas batallas donde los hombres se cazaban con derroche de argucias y valor, para luego sacrificarse a los dioses. Estos, cualesquiera que fuesen los resultados de las humanas disputas, recibían los réditos. No podían quejarse: al contrario, los días de las justas gustaban sentarse en las graderías del cielo y apreciar las ofrendas. El espectáculo resultaba aleccionador y gratificante, pero al menos en una ocasión no acabó como se esperaba. El aguafiestas fue un guerrero de la orden de los príncipes; el tiempo, las festividades de Camaxtli.
Los tenocas habían venido al país de los chalcos a exigir piedra para la construcción del gran templo destinado a su gran dios. La idea de erigir en su capital el más alto y suntuoso adoratorio del mundo los traía insoportables, no cabían en la piel, nada era digno de recibir sus excelsas posaderas. Tampoco encontraban justificable que poseyendo el dios más poderoso del universo, y próximamente el templo más elevado de la tierra, algunos no inclinasen ante ellos humildes la cerviz. Tras aprobar los planes del suntuoso edificio, que le fueron presentados en sagrada corteza de copal, Moctezuma I desvió hacia el horizonte los avisados ojillos y comentó, como hablándole al viento, que nadie podía excusarse de contribuir a la realización de la obra. La sentencia incluía antes que nadie a los chalcos, los díscolos vecinos del valle que se negaban a reconocer cualquier preeminencia tenoca.
- Ellos tienen mucha piedra. Que nos den piedra -concluyó inapelable.
La exigencia fue maquillada con esmero, buscando privar a los obstinados rebeldes de cualquier pretexto que les sirviera de excusa. Un grupo de los más delicados y hábiles diplomáticos acudió a visitarlos.
- Nuestro señor Moctezuma nos envía a saludarlos, y a manifestaros sus deseos de que aumentéis vuestro poderío, y a expresaros alegría por vuestra prosperidad, y admiración por la envidiable cosecha que dora vuestros campos, y a desearos larga, larguísima vida... y a suplicaros humildemente que nos socorráis con alguna piedra grande y pesada, y con otra pequeña y liviana, pues la tenéis de sobra en estos cerros, a fin de llevar a cabo la construcción de un gran edificio que nos hemos propuesto levantar en nuestra ciudad a nuestro gran dios -recitaron en tono amistoso.
Los chalcos eran políticos enrazados de lince, y comprendieron al vuelo que el pedido significaba comenzar a tributar para los tenocas, como ya les había ocurrido a muchos otros pueblos.
- Llévense toda la piedra que quieran -dijeron.
Los emisarios, sin muestras de disfrutarlo, sonrieron al estilo de quien disimula un mal sabor en la boca.
- Nuestro pueblo se halla muy atareado en la construcción del gran templo -repuso uno de ellos con gran tacto-: no contamos con hombres desocupados para venir a buscarlas.
- Nosotros tampoco -precisaron los chalcos-. La cosecha está en su furor.
- Una contribución así no es nada. Piedras hay por todas partes -advirtieron, siempre en calma, los visitantes.
- Y mejores -completaron los chalcos, casi en tono burlón.
La negativa sacó de casillas a Moctezuma y a sus súbditos imperiales. Aquél era un desprecio a su gran dios, una ofensa a lo más sagrado de la nacionalidad. La guerra fue declarada, el implacable y avezado general Ezuauácatl recibió orden de proceder contra el enemigo. Pero los chalcos no se arredraron. La piedra que no estaban dispuestos a entregar como tributo real o simbólico se la dieron a las avanzadas tenocas que acudieron al campo de batalla. La reyerta se mostró áspera, difícil, enconada, sangrienta y, lo más grave de todo, pareja. Para completar, al atardecer del segundo día de combates un hondero chalco alcanzó con su proyectil al empenachado Ezuauácatl, que trastabilló como ebrio. Antes de alcanzar a reponerse del golpe el afortunado tirador estuvo a su lado, le sujetó los brazos con las cuerdas de ixtle de la honda, lo inmovilizó y desapareció con él en medio de la polvareda del campo. Los tenocas no podían creerlo.
Fue entonces cuando los chalcos solicitaron la tregua sagrada. Estaban en vísperas del cumpleaños de Camaxtli, su dios, querían celebrar el acontecimiento con pompa.
- Queremos ofrendar a nuestro adorado Camaxtli, queremos ungirlo con sangre tenoca, para que sea más servido y honrado -dijeron con solemne y natural desparpajo, conscientes de que aquél era un derecho inalienable.
Ciento cincuenta guerreros capturados junto con el general alimentarían el altar de Camaxtli. La guerra se hacía para alimentar a los dioses, los tenocas no protestaron por ello. Doscientos prisioneros chalcos, entre los que se contaban varios cabecillas prominentes, aplacarían la voracidad de los suyos. El balance sólo les desagradaba por la presunción orgullosa de que la derrota enemiga era cosa de horas. La tregua sagrada avinagraba sus cálculos. Se dice que mientras se retiraban por la polvorienta llanura, algunos de ellos se punzaban las carnes con espinas de nopal arrancados al paso, para expresar el desagrado que esto les causaba.
Absorto y callado, acurrucado en el extremo de un corral de palos y apartado de sus compañeros de desgracia, Ezuauácatl aguardó con indiferencia el final. El haberlo derribado y aprehendido en batalla le otorgaba a su rival el derecho de ofrendarlo a su dios. Ser sacrificado en aras de un dios era en últimas un privilegio. Eximía al caído de la vergüenza de haber mordido la tierra, lo hacía digno ante la divinidad receptora de su carne y su sangre. Su única incertidumbre al respecto radicaba en que conocía muy poco de Camaxtli. Las escasas referencias de él sólo le permitían clasificarlo como un dios menor, un protector de especies silvestres secundarias, como liebres y ratones. El rendimiento y provecho esperados de su sacrificio le resultaban inciertos.
En medio de estas preocupaciones, el recuerdo de su primera cita en el campo de batalla lo envolvió poco a poco. En esa ocasión había comenzado la impetuosa carrera que ahora llegaba a su fin. Volvió a verse vestido con el tosco ropón de fibra de maguey que se daba a los inexpertos reclutas por única indumentaria; se contempló acuclillado a la vera de un camino, aguardando a que llegase el turno de los jóvenes. En el viejo Anáhuac, la juventud tenoca ingresaba al campo al final del combate, cuando las fuerzas enemigas ya habían sido convenientemente ablandadas por las tropas veteranas. Su misión consistía en contribuir a tomar prisioneros. Se dividía a los muchachos en grupos de tres y se rifaba la jefatura del grupo. El jefe debía encargarse de saltar sobre los fugitivos y derribarlos a viva fuerza, los otros los ataban. El ejercicio no estaba exento de riesgos, porque el enemigo era quien podía salir ganancioso del lance.
Ezuauácatl, un mocetón menos que mediano, ganó el honor de encabezar su trío.
Confiaba en su destreza y en su fuerza, pero lo que realmente le resultó útil en extremo fue su innata habilidad para descubrir el miedo en los ojos del adversario. El miedo paralizaba el cerebro y aturdía los reflejos. Ciñéndose a la norma de atacar los adversarios atemorizados, derribó y entregó a los suyos siete abatidos soldados de Tlaxcala, la potencia contra la que se combatía en esa ocasión. La hazaña lo hizo merecedor de las primeras borlas de algodón enredadas en su pelo, distintivo de todo guerrero. Aquí empezó su carrera. Con el tiempo la fama de su destreza felina trascendería las fronteras del imperio convertida en leyenda. Medirse al invencible Ezuauácatl constituyó el primer deseo de los mejores luchadores del mundo. El resultado siempre fue igual:
generales enemigos y vástagos reales, guerreros de todas las órdenes y corajudos atletas acabaron en el ara del gran dios de casa. La cabellera del héroe terminó convertida en un esplendoroso y pintoresco mosaico, donde cada borla de algodón representó una proeza.
Agazapado contra el suelo como un ave herida, soportó con estoicismo la larga y poco discreta inspección de los chalcos. Todos los chalcos querían conocerlo, todos los chalcos estaban allí, las mujeres, los ancianos, los inválidos, los guerreros, los sacerdotes, los niños. Querían observarlo, curiosearlo, medirlo, palparlo. Todavía no les era posible creer que su ejército hubiera capturado a semejante prodigio. En ocasiones, los niños retrocedían asustados. Ezuauácatl les sonreía y les musitaba suavemente:
- Adelante, valientes. Ya no soy más que un viejo tigre sin dientes.
La revista llevó el día entero, las primeras sombras del anochecer lo hallaron todavía inmóvil en el solitario rincón. No sentía deseos de moverse, no anhelaba juntarse a los suyos, no recibía la clemencia del sueño. Pero cuando las tinieblas se tornaron impenetrables y espesas, un grupo de altos funcionarios abandonó la capital de los chalcos y caminó hacia el corral. Venían allí el tecuhtli de la ciudad y un sacerdote de alto rango, vestido con un manto todavía más negro que la ...