ANÓNIMO

Title:EL CABALLO DEL CURA DE PRAVIA
Subject:SPANISH FICTION Scarica il testo


El caballo del cura de Pravia
(Leyenda española)




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Cuentan las crónicas asturianas referentes a la región de Pravia, que hubo en una de las aldeas de esta parroquia, un cura llamado Don Casimiro, hombre excelente si los hay, a quien adoraba toda la feligresía en veinte leguas a la redonda.
Este santo varón, ya entrado en años tenía un caballo tan viejo como él, al que profesaba gran cariño. Le servía para ir de aldea en aldea de su feligresía, a fin de visitar enfermos y pobres desvalidos, confesar moribundos, bautizar recién nacidos y enterrar a los muertos.
Lucero, así se llamaba el caballo, era blanco, o mejor dicho, lo había sido, pues los años, los trabajos y las largas caminatas le habían tornado el pelaje de un color amarillento, apagado y desvaído.
De todos modos, el buen cura sentía por su caballo un cariño entrañable, y lo asociaba bondadosamente a todos los regocijos y fiestas familiares en que él intervenía; por eso, no había bautizo, por pequeño que fuese, en que Lucero no participase de las peladillas, los torriños o las torradas; ni boda de rumbo o boda humilde, hecha por Mosén Casimiro, en que el caballejo no se regalara largamente con un buen puñado de terrones de azúcar, amén de cualquier otra golosina.
Y, sin embargo, a pesar de este cariño entrañable que experimentaba el cura su rocín, desde hacía tiempo tenía el hombre un resquemor que le roía y no le dejaba reposar tranquilo. ¡Lucero, hablando en plata, no podía tenerse! Se caía materialmente de viejo. Si el buen cura tenía que ir a aldeas o caseríos lejanos, el pobre caballo sufría lo indecible, y su amo casi más que él, viéndole renquear, soplar, resoplar, estornudar, distender los músculos dolorosamente en las cuestas, cuando no se paraba jadeante, en medio del camino, como si le dijera a su dueño: «¡Perdóname! ¡No puedo más.! ¡No puedo con mi alma!»
Echaba a veces pie a tierra el cura; subía las cuestas y recorría los malos trayectos de los caminos llevando a Lucero de las riendas. Además, por si esto era poco, siempre llevaba en el morral de la silla unas pocas algarrobas, un par de puñados de maíz y unos terrones de azúcar, con los cuales regalaba de vez en cuando a la cabalgadura; pero ni aun así conseguía hacer carrera de él. ¡Lucero se moría, se moriría el día menos pensado, y dejaría a su amo en el camino, quién sabe si en medio de alguno de aquellos pinares o robledales interminables, donde se comerían a Mosén Casimiro los lobos!
Un mucho por este temor, un poco también por avaricia y por cálculo (que hasta los santos, dice Santo Tomás, tienen sus malos pensamientos) es lo cierto que Mosén Casimiro, luego de pensarlo mucho y de considerarlo semanas y meses, se decidió al fin: vendería el caballo. Después de todo, sería una locura obstinarse en conservar un animal que, el día menos pensado, le darla un susto.
Y Mosén Casimiro, sin decir nada a la buena ama Petra, pues se habría opuesto, desde luego, a sus designios, ni a su sobrina -ésta adoraba al caballo corno a un perro fiel-, emprendió, en un hermoso amanecer de mayo, el camino de Ribadeo, donde se celebraban ya por entonces ferias famosísimas de ganados. Al ama y la sobrina les dijo iba a ver a unos amigos y a la vez a hacer unos negocios con productos de sus fincas.
Como el cura realizaba dos o tres veces al año el viaje a Ribadeo, jinete siempre en su fiel Lucero, nada extrañó a éstas y le vieron partir, cual de costumbre.
El buen cura había de hacer de todos modos «de tripas corazón». Él no recordaba haber hecho en su vida daño a una mosca, e iba a consumar, ya en plena vejez, una mala acción, al vender a aquel compañero de fatigas y penas, a aquel noble y bondadosísimo animal, que le entendía tan bien como sus perros de caza, que relinchaba de placer al verle o al oír su voz desde lejos, y que había nacido en el establo de la casa; pero, ¡qué remedio!, la vida tiene a veces exigencias y el cura endurecía su corazón ante la perspectiva de un buen caballo, brioso y valiente, con el cual le sería fácil y cómodo viajar a su antojo por valles y sierras.
Al llegar a Ribadeo, fue a hospedarse Mosén Casimiro en el mismo parador donde lo hacía desde tiempo inmemorial, mezcla de posada y de hospedería, y después de cambiar su sotana y acicalarse un poco, bajó de nuevo a la caballeriza, y se llevó a Lucero, casi sin quererlo mirar, al cercano mercado de bestias.
Pronto se puso al habla con unos gitanos; le ofrecieron varios ejemplares de caballos, y se interesaron por la compra de Lucero. Mosén Casimiro, como el criminal por la fuerza, vendió su jaco, al fin, ¡en treinta duros! Nadie le ofreció más en toda la feria. Realizada la venta, y por no ver más al pobre animal, Mosén Casimiro regresó a su hospedería, para comer y quedó con los gitanos en que, a cosa de las tres volvería al ferial, a fin de probar algún caballo que valiera la pena.
El cura, regresó al mercado. Los gitanos le presentaron un caballo negro, de la misma alzada que Lucero. Montó, Mosén Casimiro y comprobó que marchaba bien y con brío. Le recordaba a Lucero cuando era joven; le subiría las cuestas y los malos caminos en un decir Jesús.
Tras no poco regateo, el cura pagó por el caballo sus buenas dos mil pesetas. Y, en seguida, recogió el hatillo en el parador y emprendió el regreso hacia su casa, pues no quería ser sorprendido por la noche en el camino, y éste era largo.
Iba contento ahora Mosén Casimiro. Pensaba que la compra merecía su sacrificio. Este caballo -los gitanos le habían dicho se llamaba Babieca, como el del Cid- aunque no tenía el paso muy vivo dando señal de carácter manso y dulce, de vez en cuando daba arrancadas magníficas, como los caballos de pura sangre, y corría largo trecho sin mostrar fatiga alguna. Además: miraba hacia atrás, de reojo, cuarteando las ancas un poco, tal cual hacen los potros cuando están próximos a espantarse, y el buen cura le acariciaba el cuello, largo y delgado como el de Lucero, o le cogía las crines, igual que las de éste cortas y espesas.
De pronto, cuando ya llevaban caballo y caballero su buena hora de camino, ocurrió un accidente vulgarísimo y muy frecuente en Asturias: las nubes se enfurruñaron, el cielo tomó un aspecto plomizo, estalló un trueno que rodó por el valle verde, y en un momento terribles cataratas de agua cayeron sobre la tierra, en una de aquellas tormentas norteñas capaces de deshacer los montes.
Mosén Casimiro, se encontraba en pleno despoblado. Llevó su caballo debajo de una encina, a pesar del peligro, bien sabido, de cobijarse bajo las arboledas en tiempo de borrasca y tronada. De todos modos, en un momento él y el caballo habían quedado hechos una sopa, y todavía, a pesar de la protección del ramaje y del viejo quitasol del cura -paraguas y quitasol, a la vez- se mojaban debajo del árbol tanto o más que si estuvieran en medio del camino.
De repente, Mosén Casimiro frunció el ceño, al observar una especie de fenómeno inexplicable: el caballo cambiaba de color. Era negro cetrino y empezaba a volverse por algunos sitios gris, y por otros, blanco. Inclinóse casi fuera de la silla, observó un lado y las patas del animal, miró al suelo... y entonces un asombro infinito, primero, una especie de sorda cólera después, le embargaron. ¡Ya era evidente! El caballo, no cambiaba de color; sencillamente se despintaba. La pintura negra chorreaba por todos los pelos del animal, por las patas, por la panza, por las crines. ¡Ah, bandidos! ¡Los gitanos le habían vendido un caballo blanco, camuflado de negro, supiera Dios con qué designio!
Ciego por la ira, el viejo echó pie a tierra para observar mejor aquel fenómeno, aquella burla sin nombre.
- ¿Quién me mete a mí a tratar con gitanos? ¡Soy un perfecto tonto! Este caballo debe ser tan viejo o más que Lucero, y los bandidos esos...- murmuraba entre dientes.
De pronto se calló.
Al dar vueltas al animal, que se mostraba inquieto y coceador, y estaba ya despintado casi por completo, había llegado a situarse frente al rostro del mismo, y al mirarle en los ojos, había creído reconocer... ¡oh! ¿era posible?... ¡al propio Lucero!
El cura, medio enloquecido por la sorpresa, llevóse ambas manos a la boca, y estuvo mirando un gran rato al caballo. Al fin, se convenció: ¡aquel era Lucero!
- ¡Lucero! -dijo por último, con un grito ahogado, que le salió al buen párroco del mismo corazón. - Lucero, ¿eres tú?
El sufrido animal -pues era Lucero, en efecto- relinchó de gozo, al verse ...