AFANASEV ALEKSANDR NIKOLAEVICH

Title:EL SOLDADO Y LA MUERTE
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Aleksandr Nikoalevich Afanas'ev


El soldado y la Muerte




Un soldado, después de haber cumplido su servicio durante veinticinco
años, pidió ser licenciado y se fue a correr mundo.

Anduvo algún tiempo, y se encontró a un pobre que le pidió limosna.
El soldado tenía sólo tres galletas y dio una al mendigo, quedándose él
con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le
pidió limosna saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su
provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última.

Llevaba andando un buen rato, cuando se encontró a un tercer mendigo.
Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó
humildemente pidiéndole limosna. El soldado sacó su última galleta y
reflexionó así:

«Si le doy la galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le
doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he
dado una galleta entera a cada uno se podrá ofender. Será mejor que le dé
la galleta entera; yo me podré pasar sin ella.»

Le dio su última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el
anciano le preguntó:

-Dime, hijo mío, ¿qué deseas y qué necesitas?

-Dios te bendiga -le contestó el soldado-. ¿Qué quieres que te pida a
ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?

-No hagas caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda
recompensarte por tu buen corazón.

-No necesito nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo
tuyo.

El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado,
diciendo:

-Tómala, y puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues,
siempre ganarás. Aquí tienes también una alforja; a quien encuentres en el
camino, sea persona, sea animal o sea cosa, si la abres y dices: «Entra
aquí», en seguida se meterá en ella.

-Muchas gracias -le dijo el soldado.

Y sin dar importancia a lo que el anciano le había dicho, tomó la
baraja y la alforja y siguió su camino.

Después de andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio
en él tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su
alforja; la abrió y exclamó:

-¡Ea, gansos, entrad aquí!

Apenas tuvo tiempo de pronunciar estas palabras cuando, con gran
asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El
soldado la ató, se la puso al hombro y siguió su camino.

Anduvo, anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en
una taberna y dijo al tabernero:

-Oye. Toma este ganso y ásamelo para cenar; por este otro me darás
pan y una buena copa de aguardiente, y este tercero te lo doy a ti en pago
de tu trabajo.

Se sentó a la mesa y, una vez lista la cena, se puso a cenar,
bebiéndose el aguardiente y comiéndose el sabroso ganso. Conforme cenaba,
se le ocurrió mirar por la ventana y vio cerca de la taberna un magnífico
palacio que tenía rotos todos los cristales de las ventanas.

-Dime -preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ése y por qué se halla
abandonado?

-Ya hace tiempo -le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese
palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace ya diez años que
está abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan
de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar,
alborotar y jugar a los naipes.

El soldado, sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se
presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así:

-¡Majestad! Perdóname mi audacia por venir a verte sin ser llamado.
Quisiera que me dieses permiso para pasar una noche en tu palacio
abandonado.

-¡Tú estás loco! Se han presentado ya muchos hombres audaces y
valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de
ellos ha vuelto vivo.

-El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego
-contestó el soldado-. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no me
he muerto, y crees que ahora me voy a morir en una sola noche.

-Pero te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre
vivo, a la mañana siguiente sólo se han encontrado los huesos -contestó el
zar.

El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que le diese permiso
para pasar la noche en el palacio abandonado.

-Bueno -dijo al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir
que ignoras la muerte que te espera.

Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en
la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la primera en un rincón
y colgó el sable de un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó
la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente.

A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad
tan grande de diablos que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a
bailar y alborotar, armando una algarabía infernal.

-¡Hola, soldado! ¿Estás tú también aquí? -gritaron al ver a éste-.
¿Para qué has venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros?

-¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una
condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo fe en la vuestra.

En seguida sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron un
juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas
las astucias que inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que
tenían, y el soldado iba recogiéndolo tranquilamente.

-Espera, amigo -le dijeron los diablos-; tenemos una reserva de
cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y
ese oro.

Mandaron a un diablejo para que les trajese los sacos de la reserva y
continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo,
después de traer todos los sacos de plata, se cansó tanto, que, con el
aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo:

-Permíteme descansar un ratito.

-¡Nada de descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!

El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los
sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado
fue el mismo: el soldado seguía ganando.

Los diablos, a quienes no agradaba separarse de su dinero; derribaron
la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:

-Despedazadlo, despedazadlo.

Pero el soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:

-¿Sabéis qué es esto?

-Una alforja -le contestaron los diablos.

-¡Pues entrad todos aquí!

Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se
precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos a
otros. El soldado la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de
la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió
profundamente sin despertar hasta la mañana.

Muy temprano, el zar dijo a sus servidores:

-Id a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto,
recoged sus huesos.

Los servidores llegaron al palacio y vieron con asombro al soldado
paseándose contentísimo por las salas fumando su pipa.

-¡Hola, amigo! Ya no esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la
noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?

-¡Valientes personajes son esos diablos! ¡Mirad cuánto oro y cuánta
plata les he ganado a los naipes!

Los servidores del zar se quedaron asombrados y no se atrevían a
creer lo que veían sus ojos.

-Os habéis quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el
soldado-. Enviadme pronto dos herreros y decidles que traigan con ellos el
yunque y los martillos.

Cuando llegaron los herreros trayendo consigo el yunque y los
martillos de batir, les dijo el soldado:

-Descolgad esa alforja de la pared y dad buenos golpes sobre ella.

Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre
ellos:

-¡Dios mío, cuánto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos!

Y éstos exclamaron desde dentro:

-Somos nosotros, queridos amigos.

Colocaron el yunque con la alforja encima y se pusieron a golpear
sobre ella con los martillos como si estuviesen batiendo hierro. Los
diablos, no pudiendo soportar el dolor, llenos de espanto, gritaron con
todas sus fuerzas:

-¡Gracia, gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y
ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se acercará a él en cien
leguas a la redonda!

El soldado ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas
desató la alforja los diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás;
en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron del palacio. Pero no todos
tuvieron la suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en
rehenes, a un diablo cojo que no pudo correr como los demás.

Cuando anunciaron al ...