CALVINO ITALO

Title:HISTORIAS DE MARCOVALDO
Subject:SPANISH FICTION Scarica il testo


Italo Calvino

Historias de Marcovaldo

El libro Marcovaldo o sea las estaciones en la ciudad se compone de veinte relatos. Cada
relato se dedica a una estación; el ciclo de las cuatro estaciones se repite por tanto en el libro
cinco veces. Todos los relatos tienen el mismo protagonista, Marcovaldo, y presentan más o
menos un esquema idéntico.
El volumen se publicó por primera vez en 1963, en Turín, por las ediciones de Einaudi, con
ilustraciones de Sergio Tofano. El texto de presentación (probablemente escrito por el autor)
dice: "En medio de la ciudad de cemento y asfalto, Marcovaldo va en busca de la Naturaleza.
Pero ¿existe todavía la Naturaleza? La que él encuentra es una Naturaleza desdeñosa,
contrahecha, comprometida con la vida artificial. Personaje bufo y melancólico, Marcovaldo es
el protagonista de una serie de fábulas modernas'', que —dice más adelante la misma
presentación—"se mantienen fieles a una clásica estructura narrativa: la de las historietas con
tiras de ilustraciones de los periódicos infantiles".
Las características del protagonista se insinúan apenas: es un espíritu sencillo, es padre de
familia numerosa, trabaja de peón o mozo en una empresa, es la última encarnación de una
serie de cándidos héroes pobrediablos a lo Charlot, con una particularidad: la de ser un
"Hombre de la Naturaleza", un "Buen Salvaje" exiliado en la ciudad industrial. Desde qué lugar
ha venido a la ciudad, cuál sea ese "altero ubi" que le pone nostálgico, no se nos dice; cabría
definirlo como "inmigrado", si bien esta palabra no comparece nunca en el texto; quizá la
definición resulte acaso impropia, porque todos en estos cuentos parecen "inmigrados" en un
mundo extraño al que no pueden hurtarse.

PRIMAVERA
1. SETAS EN LA CIUDAD


EL viento, viniendo de sabe dónde a la ciudad, le trae regalos inesperados, de los que tan sólo
se aperciben algunas almas sensibles, como las sujetas a la fiebre del heno, a las cuales hace
estornudar el polen de flores de otras tierras. Un día, a la tira de tierra de un paseo ciudadano
llegó, a saber cómo, una ráfaga de esporas, y se formaron hongos. Nadie se dio cuenta salvo
el peón Marcovaldo, que precisamente allí tomaba cada mañana el tranvía.
Tenía este Marcovaldo un ojo poco adecuado a la vida de la ciudad: carteles, semáforos,
escaparates, rótulos luminosos, anuncios, por estudiados que estuvieran para atraer la
atención, jamás detenían su mirada que parecía vagar por las arenas del desierto. En cambio
una hoja que amarilleara en una rama, una pluma que se enredase en una teja, nunca se le
pasaban por alto: no había tábano en el lomo de un caballo, taladro de carcoma en una mesa,
pellejo de higo escachado en la acera que Marcovaldo no notase, y no hiciese objeto de
cavilación, descubriendo las mudanzas de las estaciones, las apetencias de su ánimo y la
miseria de su existencia.
Así fue que una mañana, esperando el tranvía que le llevaba a la compañía Sbav donde servía
como mozo, notó una cosa insólita cerca de la parada, en la tira de tierra estéril y costrosa que
sigue el arbolado del paseo: de vez en cuando, al pie de los árboles parecía que se formaban
chichones, alguno de los cuales se abría y dejaba asomar redondeados cuerpos subterráneos.
Se agachó a atarse los zapatos y miró con atención: ¡eran hongos, verdaderas setas, que
estaban brotando precisamente en plena ciudad! A Marcovaldo pareció que el mundo gris y
mísero que le circundaba se hiciese de pronto pródigo en riquezas ocultas, y que de la vida
aún se pudiera esperar algo, además del salario-base, la contingencia, el subsidio familiar y el
plus de carestía de vida. Durante el trabajo estuvo más distraído que de costumbre; no se le
quitaba del pensamiento que mientras él permanecía allí descargando paquetes y cajones, en
la oscuridad de la tierra los hongos silenciosos, lentos, que sólo él conocía, iban madurando
su pulpa porosa, asimilaban jugos subterráneos, rompían la costra de los terrones. "Bastaría
con que lloviera una noche—se dijo, y ya estarían a punto." Y no veía la hora de hacer
partícipes del descubrimiento a su mujer y a los seis hijos.
—¡Una cosa os diré!—anunció durante el menguado almuerzo—. ¡Antes de una semana
comeremos setas! ¡Un buen plato de ellas! ¡Os lo aseguro!
Y a los hijos más pequeños, que ni sabían qué fueran las setas, explicó con auténtico
transporte la hermosura de sus muchas especies, la delicadeza de su sabor, y cómo había que
cocinarlas; tanto, que interesó en el debate a su esposa Domitilla, que hasta entonces se había
mostrado más bien incrédula y distraída.
—¿Y dónde andan esas setas?—preguntaron los chicos—¡Dinos dónde crecen!
A cuya pregunta el entusiasmo de Marcovaldo se vio frenado por un razonamiento receloso:
"Suponte que se lo explique, ellos van a buscarlas con la consabida banda de arrapiezos, se
corre la voz en el barrio, ¡y las setas acaban en las cazuelas de los demás!" De modo, que un
hallazgo que al momento le había embargado de amor universal el pecho, ahora le llevaba al
frenesí de la posesión, le envolvía en un temor celoso y desconfiado.
—El lugar de las setas me lo sé yo, y sólo yo —dijo a los vástagos—, y ¡ay de vosotros si se
os escapa ni una palabra!
A la mañana siguiente, Marcovaldo, conforme se aproximaba a la parada del tranvía, estaba
lleno de aprensión. Inclinándose sobre el lugar respiró al ver los hongos algo crecidos,
aunque no mucho, todavía casi enteramente ocultos por la tierra.
Seguía en esa posición, cuando se dio cuenta de que había alguien a su espalda. Se enderezó
de golpe y trató de adoptar un aire indiferente. Era un barrendero que no le quitaba ojo,
apoyado en su escobón.
El tal barrendero, en cuya jurisdicción se hallaban los hongos, era un joven cuatro ojos y alto
como una pértiga. Se llamaba Amadigi, y a Marcovaldo siempre le resultó antipático, tal vez
por culpa de aquellas gafas que escrutaban el asfalto de las calles en busca del menor vestigio
natural para borrarlo a escobazos.
Era sábado y Marcovaldo pasó la media jornada libre rondando con fingida indiferencia aquel
lugar, acechando de lejos al barrendero y los hongos, y echando la cuenta del tiempo que a
éstos faltaba para estar en sazón.
Aquella noche llovió: como los campesinos tras meses de sequía se despabilan y saltan de
júbilo al susurro de las primeras gotas, así Marcovaldo, único en toda la ciudad, se incorporó
en la cama, llamó a los suyos. "Aquí está la lluvia, aquí está la lluvia", y aspiraba el olor a
polvo mojado y moho fresco que llegaba de la calle.
Al amanecer—era domingo—, en unión de los niños, con un cesto que le prestaron, corrió
escapado a los árboles. Allí estaban las setas, tiesas sobre su pie, con los sombreritos bien
levantados sobre la tierra aún rezumante de agua.—¡Viva!—y se lanzaron a cosecharlas.
—¡Papá, mira ese señor cuántas se lleva!—dijo Michelino, y el padre levantando la cabeza
vio, en pie junto a ellos, a Amadigi, también él cargado con un cesto lleno de hongos.
—Ah, ¿también ustedes las buscan?—soltó el barrendero—. ¿De modo que se pueden
comer? Yo me he hecho con unas cuantas, pero no me acababa de fiar... Ahí abajo, en la
avenida, las hay todavía más grandes... Bien, ahora que lo sé, voy a avisar a mis parientes que
están allí discutiendo si es cosa de llevárselas o no.. —y se alejó a buen paso.
Marcovaldo no pudo articular palabra: setas todavía más gordas, y que él no se hubiera dado
cuenta, una cosecha que ni soñada, y se las llevaban tan ricamente, en sus propias narices. Por
un momento se sintió como petrificado de ira, de rabia; luego—según sucede a veces—los
vapores de aquellas pasiones individuales se transformaron en un arranque generoso. A
aquellas horas, mucha gente estaba esperando el tranvía, con el paraguas colgado del brazo,
porque el tiempo seguía húmedo e inseguro.
—¡Eh, vosotros! ¿Os queréis comer un buen plato de setas esta noche?—gritó Marcovaldo a
la gente agolpada en la parada—. ¡Se han hecho setas aquí, en el paseo! ¡Venid conmigo!
¡Hay para todos!—y salió en pos de Amadigi, seguido por un nutrido cortejo.
Todavía hallaron setas para todos y, a falta de cestos, las ponían en los paraguas abiertos.
Alguien propuso:—¡No estaría mal que hiciéramos una comida todos juntos!—Sin embargo,
cada cual se quedó con sus setas y se marchó a su propia casa.
Pero pronto se volvieron a ver; es más, aquella noche, en la misma sala del hospital, después
del lavado gástrico que a todos ellos salvó del envenenamiento; nada grave, porque la
cantidad de hongos que comió cada cual fue bastante poca.
Marcovaldo y Amadigi tenían próximas las camas y se miraban de mal ojo.

INVIERNO
4. LA CIUDAD PERDIDA EN LA NIEVE


AQUELLA mañana lo despertó el silencio. Marcovaldo saltó de la cama con la sensación ...